José Hamad de caza por Chile

noviembre 18, 2015

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Me dicen que José Hamat lo ha leído todo. Y quizás es cierto. Aprendiz orgulloso de Constantino Bértolo en editorial Destino, también fue editor del sello 451. Hace cinco años es uno de los pocos scouts literarios del mercado hispano; es decir: es un explorador a la caza de nuevos talentos. Busca escritores, jóvenes y no tanto, que puedan cruzar las barreras del español para ser publicados en otras lenguas. Junto a su socia Camila Enrich, le presta sus servicios a las editoriales Rizzoli (Italia) Wereldbibliotheek (Holanda), Cappelen Damm (Noruega) y el Grupo Editorial Record (en Brasil). Cada cierto tiempo, les entrega un listado de escritores y libros que le vendría bien publicar. En su primera visita a Chile vino invitado por la Feria Internacional del Libro de Santiago para participar en el Salón de Derechos, donde también estuvieron editores de Alemania, Colombia, México y Argentina, además de la agente Andrea Montejo. Según me contó, los organizadores del encuentro –con el agente Adrián Puentes a la cabeza- fueron capaces de mostrarle en pocos días cómo operaba la industria editorial local. Quedó gratamente impresionado. Lo entrevisté en la casa de Hueders y parte de esa conversación apareció el domingo pasado en Revista de Libros. Acá va la versión completa.

-Esta es tu primera vez en la Feria del Libro de Santiago. ¿Qué te ha parecido?

-Más que hablarte de la feria, me interesa más el ecosistema editorial chileno. Me ha llamado mucho la atención, con respecto a otros mercados, como el colombiano o el mexicano. Este es de menor en tamaño, pero muchísimo más dinámico y eso es lo que me ha interesado.

– ¿A qué te refieres con dinámico?

-Es un sistema editorial en que, por supuesto, los grandes grupos son importantes, pero no mandan y reinan por completo. Hay editoriales pequeñas que son relevantes y eso no ocurre en otros lados. Hay un número enorme de editoriales pequeñas que hacen cosas relevantes. En México hay dos o tres relevantes, en Colombia hay dos quizás, más pequeñas. En Argentina el paisaje es más diverso, y se parece a lo que está pasando acá. Hay un movimiento muy fuerte de independientes que está generando una constelación literaria muy rica y muy variada. No es como en Colombia, por ejemplo, en que para ficción está Alfaguara y ya, y para no ficción está Planeta y ya, y nada más. Acá, es distinto. Me atrevería a decir que en el ecosistema general en Chile las editoriales pequeñas juegan un papel mucho más importante que en España, por ejemplo. Es verdad que en España hay independientes que ya están establecidas, como Periférica, Libros del Asteroide, Impedimenta, Sexto Piso, pero todo el grupo que viene después, más pequeño, no tiene la fuerza que tienen editoriales como Alquimia, Cuneta, Hueders –que en realidad es mediana-, Libros del Laurel, Montacerdos o La Pollera. De editoriales muy chicas están saliendo autores relevantes como Paulina Flores, Romina Reyes… no están saliendo en Seix Barral, no están saliendo en Literatura Random House.

-Y así como ves un sistema editorial valioso, ¿te parece valiosa la literatura que se produce en Chile?

-Absolutamente. Llevo leyendo cosas chilenas desde hace algunos años y me parece que es súper rica la literatura chilena. Tienen una serie de autores en torno a los cuarenta, pero también menores, mucho más ricos que lo que se puede encontrar en muchos países de habla hispana, por supuesto más que en España. Yo vengo siguiendo la obra de Alejandro Zambra, Diego Zúñiga, Nona Fernández, Lina Meruane…seguro me dejo a muchos, pero vengo leyendo a autores ya más establecidos y al llegar acá me ha permitido ver que hay más nombres. Veo muchísimos autores. Me llevo listas y listas de autores que hay que leer. Y creo que tiene que ver con esa riqueza de las editoriales independientes pequeñas que permite que gente esté publicando desde joven, a veces de desde demasiado joven…

-¿Qué tiene de bueno publicar joven?

-No es que sea bueno el hecho de que sean tan jóvenes, sino que haya espacios para autores nuevos. Cada vez hay menos. Las editoriales literarias españolas más reconocibles, como Seix Barral, Tusquets, Literatura Random House, cada vez tienen menos espacio para publicar a gente nueva, ya sea por la crisis, por la reducción de número de títulos, y acaban apostándole a autores que ya tienen una trayectoria. Entonces, que haya una serie de editoriales acá más chicas que den más espacio a voces nuevas y jóvenes es importantísimo, porque eso va a permitir que esos autores –siempre que no se quemen por haber publicado demasiado rápido- se vayan formando como escritores no solamente en su casa, con sus escritos y lecturas, que es importantísimo, sino también en relación a un ecosistema: dando una nota al diario, recibiendo una reseña negativa. Publicar es bueno para un autor para crecer. No necesariamente desde el primer libro va a ser un autor excelente. Y esto es algo que pasa en muchos países de habla hispana. Creo que puede tener que ver con el hecho de que este sea un mercado pequeño. No sé si estoy diciendo una tontería, lo más probable que sí, es un pensamiento muy germinal: a mí siempre me ha llamado la atención que mercados muy chicos, como por ejemplo el escandinavo, hay un nivel literario muy alto. Estando aquí he pensado que, quizás, el hecho de saber de que puedes publicar y no te va a pasar nada, que no te va a cambiar la vida, que no vas a ganar mucho dinero, porque el mercado es chico, las ventas son pequeñas, es difícil salir de las fronteras… Eso les permite a los autores trabajar con una libertad que, a lo mejor, no tendrían si estuvieran pensando en el mercado.

-Como sucede en España.

-A lo mejor en España uno inevitablemente, desde que está escribiendo su primera novela, ya tiene el mercado en la cabeza. Porque triunfar o no triunfar supone una diferencia de vender 500 ejemplares a vender 50 mil. Acá no. Eso no va a ocurrir. La diferencia está entre vender 500 o 2.500. Entonces, digamos que el peso del mercado es menos fuerte. Ya te digo, es un pensamiento germinal, no sé si estoy diciendo una gran tontería. Pero me da la idea de que acá hay mayor libertad creativa porque el éxito en realidad es tan relativo, es tan difícil, salvo que tengas el deseo de convertirte en Zambra, dejando fuera a Bolaño…

-… Porque en realidad no es ni chileno.

-Es que no lo parece… Me ha llamado la atención que acá nadie menciona a Bolaño como chileno.

-Llegaste tarde. Hace tres años no se hacía otra cosa que hablar de Bolaño. Ahora nadie quiere hablar de él. Ahora es el turno de Zambra.

-Zambra tuvo un boom internacional relativamente reciente, en el último año en Estado Unidos, y ese eco se ha propagado. Yo que estoy en contacto con editores internacionales lo noto. No sé si eso puede hacer daño a los creadores jóvenes. De pronto, esa visión de un éxito posible, al alcance de la mano. Si veo que la sombra de Zambra empieza a ser alargada y empiezan a aparecer unas escrituras que le deben mucho.

-¿Cómo vez hoy a Zambra a nivel latinoamericano? ¿Qué tan importante es?

-Ya desde hace años eran un referente de una nueva generación latinoamericana, pero ahora mismo quizás es el máximo exponente. Las modas son siempre caprichosas, quizás hace tres años te habría dicho otro nombre y en tres años más te diga otro, pero desde luego Zambra ya está tiene reconocimiento internacional. En este momento, hoy, es el autor el autor latinoamericano de su generación, por encima de otros como Juan Gabriel Vásquez, Yuri Herrera.

-¿Qué otros autores chilenos, más jóvenes o no, crees que pueden ser leídos fuera de Chile y tener impacto?

-Diego Zúñiga para mi es uno de los narradores que más me interesan de su generación… Aunque hablar de generaciones es ridículo. Ya fue traducido al francés y al italiano. Ahora va a ser traducido en Estados Unidos, por Coffe House Press, una editorial independiente que tiene mucho peso: por ejemplo, colocó en el mercado estadounidense a Valeria Lusselli. Entonces, esta traducción puede significar que Zúñiga arranque como una figura internacional. Vamos a esperar, claro. Pero sí es un autor que empieza a convocar. Luego, creo que tiene que llegar el momento en que Lina Meruane de verdad tenga una carrera internacional. Es una autora un poco más compleja, pero es de un valor excepcional y debería estar traducida a muchas más lenguas de lo que está en este momento. Para mí Missing, de Alberto Fuguet, es uno de los mejores libros publicados en español de la última década; es una lástima que no haya tenido el recorrido internacional que se merece. Todo tiene que ver con muchos factores que deben ponerse en marcha: tener al agente adecuado, publicar en la editorial precisa, hacer un tipo de literatura que en ese momento esté funcionando, que sea lea bien en otras lenguas y rebote contra tradiciones de otras culturas, etc. No siempre pasa. A Zambra se le alinearon todos los planetas, a parte de ser un muy buen autor.

-¿Y autores comerciales chilenos existen para el mercado internacional?

-Varios de mis clientes publican a Isabel Allende, pero Allende es un poco como Bolaño, que ya ni es chilena. Marcela Serrano tiene muchísimo éxito en Italia. De hecho, es un caso paradójico el de la literatura chilena en relación a otras literaturas. En general lo que se traduce internacionalmente del español de literatura comercial, no así literaria, es en un porcentaje altísimo, escrita en España. Y hay muy pocos autores latinoamericanos de literatura comercial, por muy exitosos que sean en sus países, a los que se traduce en Europa. Y sin embargo hay unos cuantos chilenos que están ahí. Como Marcela Serrano, Carla Guelfenbein, o Elizabeth Soubercaseux que también ha tenido sus traducciones en Alemania… Son varios. Y vamos a tratar de mencionar un autor mexicano o argentino que tenga ese un peso internacionalmente en literatura comercial. No hay.

-¿Crees que Francisco Ortega, que ha sido muy exitoso este año en Chile, sea un autor que viaje?

-Todavía está muy incipiente su éxito. Es demasiado pronto para decirlo. Cuando te hablo de autores que viajan estoy hablando de hechos consumados. ¿Ortega puede viajar? Creo que puede. ¿Va a viajar? No lo sé. Hay prejuicios y clichés editoriales en todo el mundo y uno de ellos es que la literatura comercial que se produce en América Latina no viaja. Y, por tanto, un editor de literatura comercial que esté buscando un thriller esotérico no busca en Chile, busca en España o Alemania. En cambio, un editor literario quizás sí mira a Chile, Argentina o México. Entonces, potencialmente Francisco Ortega puede viajar, pero no sé si lo hará. Es impredecible. Pero, digamos, tiene bastante menos posibilidades que si Logia hubiese estado escrita en España. En ese caso, casi seguro ya habría sido comprado y estaría en proceso de traducción. Por el contrario, sí hay un interés de los editores internacionales por los autores literarios de América Latina. Es sabida su tradición.

-Desde que trabajas como scout, ¿has notado el impacto del boom Bolaño en la mirada hacia América Latina?

Creo que Bolaño ha sido muy importante en que desde Estados Unidos se esté mirando hacia la literatura en español como algo potencialmente interesante, tanto a nivel literario como comercial. Y quizás, no sé si es una boutade o no, quizás Zambra no existiría sin Bolaño, no literariamente hablando sino editorialmente. Más allá de su obvio talento y su obra, sin Bolaño quizás no lo hubieran visto. Más que eso, quizás sin Bolaño yo no tendría este trabajo. Quizás el éxito de Carlos Ruiz Zafón a nivel comercial y Bolaño a nivel literario, han hecho que de nuevo la literatura en lengua española, después de unas décadas en que todo el era el boom o epígonos del boom, tenga una relevancia internacional a nivel de fenómeno. Y eso lo ha procurado ese doble efecto de Ruiz Zafón y Bolaño. Eso nos viene bien a todos, a todas las letras de habla hispana en relación a la compra de venta de derechos internacionales. Los scout en lengua española son post Bolaño. No existían antes.

– Así como existieron muchos epígonos del boom, ¿te encuentras con muchos epígonos de Bolaño?

Sí, sí, hace rato. Y es normal. Yo la otra vez hacía una broma entre editores y decía: “Qué bueno este Knausgard y la que se nos viene encima, ahora todo el mundo nos va a contar su puta vida”. Es normal. De pronto hay un éxito salvaje de algo, a veces merecido, otras no tanto. En su caso es merecido, me parece muy interesante lo que ha hecho. Es como el cuadro de Goya: “Los sueños de la ilustración producen monstruos”. Ahora es posible que no vaya tocar leer a muchos Knausgard. Si la escritura se empieza a desplazar hacia eso, pues no sé cuánto me apetece… Knausgard me parece estupendo, 200 imitadores no me apetece mucho.

-Muchos editores funcionan así: buscan el nuevo Knausgard, el nuevo Dan Brown.

-También muchos escritores. Pero sí, la industria lo alienta. Mira con Grey. ¿Qué produjo? Produjo que mucha gente que había estado escribiendo literatura erótica salió del armario, entre comillas, editorialmente y empezó a funcionar. Pero también mucha gente que no había escrito literatura erótica se puso a hacerlo. Así es la industria. Ahora lo que viene es el thriller doméstico. Me hace gracia hasta el nombre.

-¿Cuál es el thriller doméstico?

Son estos thriller íntimos, familiares, como Perdida, de Gillian Flyn, como La chica del tren, de Paula Hawkins. De pronto se dan dos o tres libros que tienen mucho éxito que se pueden meter en el mismo saco, son tonterías que hacemos la gente del libro. La industria. Bueno, pues luego lo etiquetamos así. Y casi cualquier cosa que parezca thriller doméstico lo vendemos así. Es lo que está de moda. En Frankfurt se estaba hablando de eso. Pero las modas son muy rápidas. Cada vez el consumidor es más rápido. El libro que va a vender 100 mil ejemplares lo ves venir, el que va vender 1 millón o 4, es un fenómeno que no prevés. Nadie podía prever que hubiera un libro erótico que la pegara. Tampoco a Knausgard.

-En esta feria, hemos visto que la literatura juvenil es muy fuerte. ¿Te parece que es un fenómeno ya instalado?

-Yo llevo oyendo hablar del Young Adult muchos años. En todo el mundo está generando ventas muy fuertes. Algunos de los grandes éxitos editoriales de los últimos años, y que se dan a conocer menos en suplementos culturales, son estas series juveniles como Los Juegos de Hambre, Divergente…. En Brasil es salvaje, en Italia la serie After vende muchísimo, John Green también. Lo que todo el mundo quiere es el Young Adult Crossover, ese libro juvenil que leen también los padres. Desde Harry Potter, El Niño del Pijama a Rayas. Creo que es un fenómeno que llegó para quedarse. Creo que también hay cierta infantilización de los adultos en la lectura y por es el crossover es tan apetecido.

-Maldita J.K. Rowling

-Seguro que viene de antes. Se nos olvida que Ray Bradbury en Farenheit 451 hablaba de que lo que ocurrió en esta distopía es que la literatura se fue alivianando, se volvió más infantil, hasta que luego lo que tuvimos eran poco menos que novelas gráficas y al final la literatura era cine pasado a papel. Y frente a eso la literatura pasó a ser problemática. Lo otro no era literatura, sino libros domesticados. Si él lo vio ya hace tantos años es porque es lo que ha estado pasando: una infantilización de la sociedad en general y que en el mercado editorial se está viendo desde antes que Harry Potter. Esa infantilización lo que genera es que no solo los jóvenes están comprando literatura juvenil, sino también adultos, y eso es lo que hace que las ventas sean tan altas.

-¿Cómo interpretas la llegada del agente Andrew Wylie a España?

Wilye no abre de momento oficina en España, sino que abre una nueva división especializada en lengua española. Tenía, si no me equivoco seis autores hispanos, Bolaño, Borges, Cabrera Infante, y vivos Muñoz Molina, Rey Rosa y Krauze, quizás estoy dejando a alguien fuera (a los herederos de Jorge Amado). Y ahora la incorporación de Cristóbal Pera –ex director de Penguin Random House- no es para abrir una oficina en España, sino en principio para operar desde Nueva York y Londres. Es muy importante: Wylie es una de las grandes agencias y todo el mundo tiene sus ojos puestos en lo que hagan. Por ejemplo, hace poco hubo un pequeño boom de autores africanos que escribían en lengua inglesa que pasó, no sólo, pero en gran parte por el impulso de Wylie. Con esta movida lo que está diciendo es: “Atención, la lengua española es importante”. Eso nos conviene a todos. Y, dependiente de cuán bien se mueva, va a generar más traducciones al inglés. Marca mucho la agenda de los editores de todo el mundo.

-¿Cuantos libros te llevas de Chile?

Primero tengo que ver cuántos me caben. Pero serán demasiados, unos 40 o 50.

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“¿Te gustaría escribir de música para Revista Lecturas?”, me propuso en un mail Felipe Gana, uno de los cerebros del sitio. De inmediato le dije que sí, sin tener idea de qué escribir. Me demoré, pero lo hice. El plan era hablar de Wilco, de su último disco, pero terminé en otra cosa. Fue publicada en tres entregas en RL, con una certera edición de Felipe, y ahora la cuelgo acá de una tirada. Creo que allá se ve mejor porque está acompañada de una diversidad de temas interesantes: reseñas de dos súper debut –Nancy XX, de Bruno Lloret, Qué vergüenza, de Paulina Flores-, una nota de Matías Rivas sobre No Ficción, de Fuguet, y entre otras cosas, un ineludible texto de Fernando Balcells sobre Carlos Leppe. Como sea, acá lo mío.

 

El Coke vivía al frente de mi departamento y andaba todo el día con una guitarra. Tocaba bien. Decía que había aprendido escuchando los casetes de Silvio Rodríguez y, de hecho, las canciones del trovador cubano eran su repertorio estelar. Insistentemente estelar. Imagino que para no perder su don, en su pieza siempre sonaba. Y a donde él iba también. Aunque yo pasaba con él, nunca llegó a gustarme Silvio de verdad: me sabía sus canciones, recuerdo varias con cariño, pero nunca escuché sus discos. Qué lata. Pero el Coke también escuchaba otras cosas: los Beatles y Queen, a ambos estrictamente en vinilo. Y eso me gustaba más, sobre todo el Sgt. Pepper’s.

Hasta ahora no me había dado cuenta, pero le debo al Coke la idea de interesarme por la música. También fue él quien me mostró que Spinetta era muchísimo más que “Muchacha ojos de papel”, poniendo a un volumen apenas tolerable la canción “Como el viento voy a ver”, de Pescado Rabioso. Él operaba como coleccionista: en esos años en que los vinilos no le interesaban a nadie –a mediados de los noventa–, él los buscaba por San Diego o en el persa Bío Bío, y quién sabe qué otros lugares. No sólo andaba tras de discos, también perseguía equipos y parlantes que prometían lo imposible: el sonido perfecto. De segunda mano, por supuesto, y seguirlos nos llevó a casas atestadas de radios y máquinas de todos los años que alguien había comprado para luego vender como si se trataran de joyas –y de alguna forma lo eran– aunque muchas parecían chatarras. Nunca compró nada.

Años después, cuando yo me había independizado musicalmente de él, lo fui a ver. Ya no estaba al frente de mi departamento, sino en una casa en Maipú. Escuchamos sus discos y también los míos. Entre los que llevé estaba uno de Tortoise, una banda escandalosamente contemporánea para lo que suponía que eran los gustos de mi amigo. Lo llevé como un desafío. Era el Million now living will never die, ese que abre con “Djed”, de 20 minutos. Pero fue con el segundo track con el que enganchó: “Glass Museum”, una canción líquida, que parece seguir el cauce de un río que avanza tranquilamente para luego desembocar en rápidos tumultuosos. Hay guitarras, imagino que algún tipo de teclado, pero los sonidos protagónicos están hechos con percusión: batería, bongó y un luminoso vibráfono. “Es música que me podría gustar”, dijo.

La conversación continuó hasta que el Coke hizo una predicción: que cuando viejos –o quizás dijo adultos– ya no escucharíamos rock, sino que terminaríamos en la música clásica. O en el jazz, agregó. No le contesté nada, pero me pareció posible: mi papá me despertaba los domingos escuchando Bach o Mozart. O peor, Vivaldi. El futuro me pareció aburridísimo. Entonces decidí que yo de viejo iba a escuchar jazz. Y pronto me empecé a preparar. Seguí a Julio, otro amigo, y me metí en Coltrane y Ornette Coleman y me sentí cómodo. Pero algo pasó que me sacó del jazz. Me aburrió. Hace 17 años me aburrió y, en general, no ha vuelto a interesarme.

Hace años no veo al Coke. Sé que sigue tocando guitarra por las fotos que sube a facebook. No sé si escucha a Silvio. No sé si le interesa la música clásica o el jazz. Es un poco mayor que yo, pero está lejos de ser viejo. Es un adulto, padre de dos hijos, creo. Igual que yo. No sé por qué, pero no es raro que me pregunte qué terminaré escuchando. Es una interrogante idiota porque, muy en el fondo, supone que seré otro. Otro que, de pronto, cambiará de gustos. Y una de las pocas cosas que he aprendido a mis 37 años es que no hay más opción que ser uno y siempre el mismo. Es una conclusión tan estúpida como la pregunta, pero a los 17 años, cuando el Coke formuló la predicción, era del todo posible imaginar que cuando adultos seríamos otros. Otros que obviamente jamás escucharían rock o algo parecido. Esos viejos rockeros no existían en nuestro imaginario. Sólo padres de vida calma que escuchaban a Mozart o Bach, o peor, a Vivaldi, que no les interesaban sus viejos vinilos de los Beatles, oían ya con absoluta indiferencia “Todos juntos” de Los Jaivas, entendían como pura nostalgia “Rock Around de Clock” y, sólo a veces, muy alejadamente, siempre con amigos, escuchaban Inti Illimani o Víctor Jara. Ese era mi papá, por cierto.

Uno igual cambia. Se convierte lentamente en otro. A los 14 años vi a Guns n’ Roses en el Nacional casi llorando de emoción, pero al día siguiente empecé a olvidarlos. A los 15 años creía que mi fanatismo por Mr. Bungle jamás iba pasar, pero pasó. Tuve sus discos y creo, imagino, que los perdí. Llegué preguntando por algo parecido a ellos a una disquería  de Nueva de Lyon que se llamaba Background y por recomendación del legendario –sí, legendario– Hugo Chávez me fui con el primer disco de unos muy desconocidos Marilyn Manson. Con el tiempo, Chávez cachó que yo podía oír mejores cosas y me vendió, a veces un poco a la fuerza, cd’s de Galaxy 500, Spacemen 3, Tortoise, Mouse on Mars, Flyng Saucer Attack, etc. También en ese momento creí que yo sería el más fiel fan del post rock y dejé de serlo. Imagino que fue por Velvet Underground. Todo es culpa de Lou Reed. Incluida la música que terminaré escuchando cuando sea viejo.

Pasó así: voy en la micro a la universidad, es temprano, antes de las ocho, y en mi personal estéreo suena Velvet Underground. Tengo 18 años. Es una copia de su primer álbum, el clásico de la portada del plátano y con algunas voces de Nico. Lo he estado escuchando insistentemente, hipnotizado por una suciedad que en ese momento no sé poner en palabras y, sospecho, a la espera de alguna revelación que, de pronto, llega mientras avanzo por Irarrázabal y escucho “Heroin”: mientras de fondo John Cale hace sonar dramáticamente su viola y Maureen Tucker se abstiene del desorden con un golpe monótono al bombo, adelante Reed conduce la canción desde la calma al descontrol en una sintonía casi perfecta entre su voz y la guitarra, iluminando la desorientación como un estado de éxtasis que, sin embargo, también es pura tristeza y vacío. La música me abstrae de la micro y me emociono genuinamente, porque aunque la canción habla del efecto de una droga, en realidad cristaliza un ánimo que yo he sentido alguna vez: que menos que trágico, el desconcierto es liberador.

Lo siguiente fue hacerme un fanático oficial de Velvet Underground, aunque no del todo sistemático. En esos años era difícil serlo: escuchar sus cuatro discos era fácil, pero lentamente me di cuenta de que eran la punta del iceberg: en los incontables demos, tomas alternativas y bootlegs latía un corpus de canciones inéditas y versiones raras que extendían los dominios del grupo mucho más allá ruido y el rock. Comprar esos discos de rarezas me era imposible, pero internet podía hacer algo y vía Soulseek fui encontrándome con algo que si bien a esa alturas estaba totalmente documentado, yo ni sospechaba: en el fondo, Reed era un compositor de canciones muy clásico, un eco del rock and roll de los cincuenta que se había desbocado. Antes que todo, estaba obsesionado con las melodías. Incluso, tenía ciertos toques folk muy en el estilo de Bob Dylan.

Me fui enterando de eso por canciones como “Prominent Men”, “Sheltered Life” y una versión alternativa de “I found a reason” muy diferente a la que quedó en el Loaded. Son, fundamentalmente, temas de inspiración folk o country, que podrían haberle servido a Reed para lucirse en una fogata mientras recorría Estados Unidos como un vagabundo, un beat o un trovador al estilo de Woody Guthrie. Es decir, dejabas a Reed con su guitarra acústica y el hombre estaba salvado en cualquier parte. También en los bares del Greewich Villace de los sesenta, por supuesto. No mucho después, caí en cuenta que ese sonido en realidad era propiedad de Bob Dylan (a quien Reed por supuesto admiraba) y cuando te das cuenta de eso ya no puedes salir de Dylan. Yo entré a tientas en ese universo por los discos obvios, para terminar nuevamente en un par descartes: “Farewell Angelina” y “Moonshiner”.

Todavía puedo escuchar esas canciones siete veces seguidas. Sobre todo “Farewell Angelina” que en su total sencillez es un drama exuberante: mientras se apronta el estallido, el carnaval o la tormenta, él se despide de Angelina, se hace tarde, tiene que marcharse. (Si fuera más parca, esta canción sería perfecta para musicalizar la novela Buscanidos, de Matías Celedón). Si “Moonshiner” te pilla en un bajo anímico, cuídate: Dylan suena como un quejido, como un lamento cansado que se arrastra pastosamente sobre una guitarra delicada, insistente pero suave como una letanía, y todo resulta tan desalentador que emociona. En la interpretación de Dylan, ambos temas suspenden el tiempo y crean otro. Se trata de eso: un hombre con nada más que su voz y una guitarra crea una realidad paralela. Un lugar nuevo al que puedes ir, quedarte si quieres, cada vez que pones play.

Pero esas canciones del pasado no hicieron que predijera mi futuro. No sé cuándo, quizás en algún momento entre “Needle in the Hay”, de Elliot Smith, y “Halloween”, de Ryan Adams, o “Love is All”, de The Tallest Men on Earth, es decir puras canciones de los últimos 10 años, fue que llegué a caer en cuenta de qué era lo que yo iba a escuchar cuando viejo: a hombres tocando guitarra. Nada más que eso. Algo mucho más elemental y rudimentario que jazz o música clásica. Mucho menos sofisticado. Acaso lo más básico de la música popular contemporánea. Una manera de hacer las cosas que empezó mucho antes que los bluseros sureños de EE.UU. y todos los días se renueva en cualquier parte del mundo. Es, de hecho, un terreno inabarcable y también incombustible: vive tanto en Van Morrison como en Daniel Melero, en Bon Iver o Paul Simon, en Chinoy o Devendra Banhart, Johnny Cash o Matías Cena, o  Caetano Veloso o Johnny Flyn, etc. Se puede seguir. Aburrirse siguiendo. Mejor: se puede llegar a unas mujeres tan increíbles como Cat Power, Joan Baez, Valerie June o Patti Smith.

Seguir también es revelar mi ignorancia, por supuesto, porque esta historia de hombres –y mujeres– con guitarra está especialmente hecha de viejos cantautores secretos que lo inspiraron todo y a ellos yo, por suerte, aún no he llegado. Pero las novedades no me las pierdo. Si no lo saben, es bueno que se vayan enterando: después de demasiados álbumes navideños, cristianos y extraviados, Sufjan Stevens agarró la guitarra para salir del duelo por la muerte de su madre y en marzo lanzó Carrie & Lowell. Escucharlo una vez no es suficiente, recomiendo dos, incluso tres veces seguidas. Decirlo es quedarse corto: es triste, rabioso, tenso y no del todo resignado. Delicadísimo. Inquietante. En estos años en que los libros que más disfrutamos son confesionales, escuchar a Stevens hablando de su infancia,  sus padres o sus amores frustrados es perpetuar y extender una duda: ¿y si la ficción es accesoria?

Otra duda: ¿Ryan Adams realmente necesita baterías, pianos, bajos, una banda? Más famoso que nunca por haber cubierto completo el disco 1989 de Taylor Swift, en abril publicó un disco muy largo –42 tracks– que registra un par de show en el Carnegie Hall. Sin accesorios, sólo él, su guitarra y una armónica. A veces usa un piano. Es extraordinario, pero también rarísimo. Adams tiene alma de comediante y entre canción y canción, se pega unos stand up larguísimos en los que habla de drogas, Terminator, Angry Birds, etc. Efectivamente es divertido, lo que contrasta radicalmente con la desolación y seriedad –esa voz grave– de sus canciones: si en los discos originales sonaban ásperas y adoloridas, acá son, casi todas, lamentos derrotados. Cuando no suena así, es de una cálida melancolía. Casi siempre, suena como alguien del que uno quiere ser amigo. Decirle, por ejemplo, que en “Trouble” hay un par de líneas que te quedaron dando vueltas. Esta, por ejemplo: “I see my brother, he’s waiting in line for his turn/ I’m not as humble, I know everything here is gonna burn”.

Habría que seguir con Adams. Decir, por ejemplo, que “Gimme Something Good” en esta versión despojada, en la que se oyen como se mueven sus dedos por las cuerdas de la guitarra, hace palidecer la pirotecnia rockera de la original. Y sobre sus covers a Swift, que están muy bien, aunque no tanto tampoco: las que mejor le quedaron, creo, son “Blank Space” y, contra todo pronóstico, “Shake it off”. Las convierte en otras. Les quita toda la arrogancia original –que funcionan tan bien en Switf– y les otorga sustancia al puñado de ritmos que eran.

Originalmente, pensaba escribir solo de Wilco,  específicamente de las múltiples facetas de Tweedy como guitarrista. Puesto a escribirlas, únicamente  soy capaz de pensar en su capacidad para salir del country con algo parecido a un pop alternativo, lo que evidentemente es muy poco. O muy obvio en relación a las sutilezas que maneja en, por ejemplo, Sukierae, disco que lanzó el año pasado con su hijo en la batería. De la clásica tonada americana de “Fake four coat”, pasa a una melodía luminosa como “Flowering” o la tensa y contenida “Diamond Ligth Part. 1”.  El tipo tiene, sobre todo, estilo y también sabe meter ruido: de Star Wars lo más sorprendente son esas guitarras densas y sucias, hechas de riff fugaces y centellantes que recuerdan al glam de T. Rex –a Marc Bolan– y David Bowie. En ese sonido están “Random Name Generator” y “The Joke Explained”, por ejemplo, y en algún terreno muy lejano del Wilco tradicional, acaso en el de Queen of the Stone Age, está “Pickled Gringer”, una canción a punto de estallar, ruda, para dejarse llevar manejando, acelerar y chocar.

Autor de inolvidables canciones sencillas, como “Jesus, Etc”, Tweedy se despacha en Sukierae una para atesorar: “Low Key”. Es una definición: “Desde joven he sido un refugiado, siempre muy nervioso, siempre bajo perfil”, canta Tweedy, confesando que cuando pareciera que las cosas no le importan, sólo se está haciendo el cool. De ahí a “I am an outlaw”, de Kurt Vile hay apenas un paso. Esa canción: fresca, brillante, rítmicamente irresistible, más rockera que funk, hecha de pura actitud. Una actitud que uno pensaba que Vile no tenía. O yo creía eso. Lo imaginaba como un chascón volado, sí, ya, un outsider, pero calladito, de abrigo, otoñal. De ese error –que lo es con todas sus letras– me sacó su nuevo disco, b’lieve i’m going down, en que Vile hace de la modulación y la desafinación un ejercicio de onda. De la vieja escuela de esos cantantes que pareciera que no les gusta cantar. Casi apáticos, sobre todo desafiante. Más deudor del shoegazer que de Springsteen, moralmente hablando. Casi punk.

Podría haber salido de mi error escuchando de nuevo Smog ring for my halo, el disco de 2011 de Vile, porque ahí ya estaba esa veta desafiante. En todo caso, b’lieve i’m going down no es solo eso: es un disco que flota apoyado en una guitarra que opera como una caja de ritmos y que, asistido por teclados y baterías, produce estructuras que se repiten hipnóticamente. Todo se mueve como una vibra que sube y baja, y cuando se hunde cae abismalmente y entrega canciones como “Wheelhouse”. Sospecho que es la canción clave del disco. Su corazón. El relato del “i’m going down”, que es mucho más que la historia de un achaque o una pena. En realidad, es algo mucho más misterioso, más denso: el devenir del outsider en un explorador rastreando la calma, el silencio, un lugar sagrado.

Canta Kurt Vile en “Wheelhouse”: “Hay un desierto abajo en el centro de la Tierra / Una escalera oculta en la casa en que resides / Un poco de algo en esa despensa / Medicina, es una situación de medicina. / Algunos se inclinarán cien veces al día o más / para encontrar un camino, para bajar al templo un día / Encuentra el templo / disfruta su gloria / Luego revuélcate en la alfombra peluda / duerme profundamente por primera vez en tanto tiempo / respira hondo ahí adentro” (la traducción es mía, no es muy buena).

En eso he estado en esto días. De Sufjan Stevens a Ryan Adams, de Jeff Tweedy a Kurt Vile. También he estado pegado en dos canciones perfectas de Matías Cena, “Al menos para mí” y “Cinematografía Clásica”. Es posible que se me pase. Todo se pasa. He vuelto a pensar en el Coke, he vuelto a verlo en la plaza de  nuestros departamentos con su guitarra, tocando a Silvio. Una y otra vez hasta que yo, y todos nosotros, terminábamos cantando con él. No puedo negar que me gusta “Playa Girón”. Tampoco una sospecha: que si yo no termino escuchando jazz o música clásica, pero sí a un puñado de cantautores con guitarra, es por Silvio Rodríguez. Es por el Coke. Pero la voy a negar, porque estoy seguro que partió antes. Ese posible futuro estaba cifrado en la guitarra de mi papá  y las veces que él la tomaba para cantar canciones de Víctor Jara. Estaba cifrado en su voz grave hecha a pulso por los cigarros que ya no fuma.

Ese futuro lo oí cuando chico en un caset que pillé en la casa. Lo había grabado mi papá en el living con un equipo muy elemental. Sonaban varias canciones. Una de ellas era “Plegaria a un labrador” y estaba llena de errores: no sólo partía diferente, en otro tono, sino que justo en el momento en que la canción agarra su primer vuelo, a mi papá le salía  un gallito y repetía en el acto ese “Líbranos de aquel que nos domina…”. Pese todo, a mi me emocionaba. Pero la que más me gustaba era su versión de “Cuando amanece el día”, de Ángel Parra, que cantaba con el aplomo de haber sido un veinteañero comunista en los años de la Unidad Popular. Él, como Parra, había estado en el mitín de las 6 en el centro, donde todo el pueblo gritaba defendiendo lo que se había conquistado. El había visto al hombre levantarse, crecer y se agigantarse. Creía en el hombre. Por años pensé que esa canción era suya. No me importó que no lo fuera. Por lo demás, en ese caset sí había una que él había compuesto. Una canción íntima y poderosa de la cual no me acuerdo nada. Peor, sospecho que el caset está perdido.

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El jueves 20 de agosto, en el Culto Bar del barrio Lastarria, fue el lanzamiento de Cuaderno de Tokio, de Horacio Castellanos Moya, que publica Hueders.  El escritor estuvo ahí y, entre otras cosas, se declaró un desesperado permanente y un ocasional buscador del asco. Si leen el libro entenderán mejor. Rafael Gumucio y yo presentamos el libro. Yo leí esto:

Tengo una idea errada de Horacio Castellanos Moya y no puedo cambiarla. No es sobre él como escritor, sino como persona. Siempre que escucho o leo su nombre lo asoció directamente con un guerrillero. No alcanzo a imaginarlo con un fusil o vestido de camuflaje en la selva centroamericana, solo pienso en la palabra guerrillero. O en que fue un guerrillero. Sé que estoy equivocado, que en realidad, Castellanos Moya alcanzó a irse de El Salvador antes de que fuera imposible abstraerse de la violencia de su país, a mediados de los 70, y que, según él mismo contó, llevó a que algunos de sus amigos se convirtieran en algo parecido a guerrilleros: ellos sí tomaron las armas, él se dedicó a la literatura. Como sea, cuando Alvaro Matus, editor de Hueders, me contó que iban a publicar Cuaderno de Tokio me volvió a pasar: el libro de un ex guerrillero que se pierde en un país extraño, pensé. Pero pensé en algo más. En una escena muy concreta que yo mismo presencié: fue en noviembre del año pasado, en el restaurante La Peluquería Francesa, donde se celebró una cena en honor a Castellanos Moya por el premio Manuel Rojas. La organizaba el Consejo de la Cultura y ahí estaba la ex ministra Claudia Barattini, además de la hija de Manuel Rojas, entre otras personas. Era una comida oficial, con burócratas de pasado izquierdista, en la que se exaltó la capacidad de Castellanos Moya de narrar la violencia. En ese momento me invadió la idea, muy obvia por lo demás, de que Castellanos Moya no tenía nada que ver con eso. Ni con los premios ni el éxito, mucho menos con cenas oficiales ofrecidas por ministros de Cultura por mucho que fueran distendidas reuniones en restaurantes bohemios. Me pareció que Castellanos Moya era, o mejor, representaba, todo lo opuesto a eso.

Como sea, con esas dos imágenes, la del guerrillero y de este antistablishemet celebrado por el sistema, empecé a leer Cuaderno de Tokio y ambas, que no son exactamente opuestas, empezaron a difuminarse. “Has venido a esta ciudad a observar tu locura, a comprenderla, si la suerte está de tu lado. Si no lo está, sólo quedará la locura”, escribe en las primeras páginas, después de pocos días en Tokio cuando, cuando, creo, ya sospecha que no hay mucho más que hacer en esa ciudad que dejarse extraviar. Pero pelea. Rabia con los laberintos urbanos, el idioma imposible, la humedad, la hemorroide imperante, la ausencia total de coquetería de las mujeres, las aglomeraciones, la tecnología, etc. “Un viajero que llega a su nuevo destino con la ilusión de encontrar la sabiduría y sólo encuentra la muerte”, anota y unas páginas más allá se conmina a entender que ha perdido su “lucidez”. Cerca del final del libro, cuando ya le falta poco para dejar Tokio, dice: «¿Cuándo podrás deshacerte de este tipo que no para de quejarse, que a la menor oportunidad expresa su lamento porque los hechos son como son?”.

He leído otros libros brutales e inclementes, pero acá no hay descanso. Si no fuera porque los cuervos del inicio de cuaderno hacia el final dan paso a las mujeres y un par de anotaciones luminosas sobre un monasterio, leer Cuaderno de Tokio sería únicamente exponerse al descenso existencial de un hombre que a los 50 años tiene enraizado en el corazón la “venganza”.
No hay otra forma de leer este libro –quizás todos los libros- que interrogándolo. La pregunta, me parece, no es de qué o por qué se está lamentando Castellanos Moya, sino para qué. “Necesito recuperar el asco, el asco hacia mi mismo y hacia lo que me rodea”, dice y por un momento me parece que de eso se trata Cuaderno de Tokio: de llevar las cosas al límite. Pero no por una razón personal –o también -, sino sobre todo literaria. «La literatura como oficio de hombres desesperados en la cuenta», escribe. Cuenta que está metido en una novela en la que no puede avanzar. Anota en el libro, acá y allá: “No quiero escribir”. “¿Y a qué horas volverás a la ficción?” “Fogonazos de creatividad. Fogonazos de vida. Solo fogonazos”. “¿Cómo recuperar la autenticidad perdida?”. “¿Nunca te cansarás de repetirte?”

Corre el año 2009 y Horacio Castellanos Moya está en Japón pasando por una crisis. No le creo al apunte 243: “Algo está pasando en mi vida que se me escapa”. O quizás es verdad, en ese momento no lo sabía. Más tarde, en el apunte 309, va a poder formular una pregunta que comprende eso que le pasa: “¿Habrá una misión, algo por hacer?”. No sé qué pasó, si encontró una misión o algo parecido, pero apuesto por algo: no se sale de un libro como Cuaderno de Tokio si que algo pase. Sin que algo se remueva. Mirarse al espejo de esa forma trae consecuencias. Literariamente hablando, ser así de duro, sospecho que en el caso de Castellanos Moya, solo tiene dos caminos: ser otro o no ser nadie. Lo pongo en estos términos así de dramáticos porque el libro es así. Es un drama terrible que hipnotiza y, no tan lejos del comienzo, nos lleva a leer en voz alta, como si fueran palabras que nos pertenecen, que hablan de nosotros, frases como estás: “El enemigo está adentro, instalado, al mando, con el control total. Lo poco que queda de ti no sabe hacia donde hacerse”.

Ya no creo que Castellanos Moya sea un guerrillero. Aunque no habla absolutamente nada de ese pasada posible, Cuaderno en Tokio me sacó de mi error: su escritura es tan seca y afilada, tan desesperantemente real, que de las caricaturas, especialmente de las falsas, sólo se puede prescindir. Que el establishment le da asco, eso me parece posible: quizás este libro halla sido escrito justamente porque de alguna forma, Castellanos Moya creyó que estaba ahí, en el centro de la fiesta, iluminado por todos los focos, y no tuvo otra opción que obligarse a escapar.

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Me acuerdo perfectamente cuando Alejando Zambra lanzó Bonsái en 2006. Fue a fin de año. Yo trabajaba en el ya muerto Diario Siete y recibí de la manos de Jovana Skármeta una copia del libro en las oficinas de Fernández de Castro, en la calle Rosal. Fue el mismo Zambra quien le insistió a Jovana que me diera una, argumentando que había sido yo quien, en un muy digno breve, había publicado lo que por entonces era un notición: Zambra, el crítico literario de Las Ultimas Noticias, iba a lanzar su primera novela con la todo poderosa Anagrama. Nada más y nada menos que el sello de Roberto Bolaño. Como todos, leí Bonsái de un tirón en un par de horas y quedé ligeramente maravillado. O sorprendido. Yo no había leído tanto, pero eso –que a veces me sonaba a cierto fraseo bolañesco- jamás lo había leído. Un par de días después, Sergio Gómez, que trabajaba en el diario también, me pidió el libro y se demoró muchos menos en leerlo que yo y también mucho menos en formarse una opinión: lo odió. Incluso publicó una crítica en que lo hizo pebre.

No muchos días después, Bonsái desató una enorme -o quizás pequeña- controversia que sobrepasó las 96 páginas de Bonsái, para transformarse en una disputa por el campo narrativo en la que, por un lado, estaban Gómez y con especial intensidad Gonzalo Contreras, y por otro, Matías Rivas (que criticaba bajo el seudónimo de Mao Tse Tung en The Clinic) y Germán Marín. Fue en ese contexto que Marín habló de sus famosos “nenes”, discípulos de una pandilla literaria que más bien tácitamente se enfrentaba a la patota de la Nueva Narrativa y en la que, dijo el viejo, figuraban Rivas, Gumucio, Pato Fernández, Merino y el mismo Zambra. A estas alturas, por supuesto, Bonsái ya no figuraba en la discusión: la novela, en realidad, había sido el catalizador para una pelea generacional en la que se oponían estéticas y le daba la razón a Bolaño: los 90 debían desaparecer. Había que enterrar a esos escritores.

Es muy probable que eso fue exactamente lo que hizo Bonsái: lo dejó a todos obsoletos. O casi. Sin una palabra de más ni una de menos, evitando la retórica y rehuyendo la narración tradicional, en esa historia de escritores fracasados y amores rotos emergía una perpleja desolación capaz de abarcar a toda esa generación que se hizo joven y adulta en los 90, y de la que casi ninguno de los autores de la Nueva Narrativa pudo dar cuenta, preocupados en exceso de impostar una voz literaria. Quizás exagero. O me equivoco. Como sea, ahí en el 2006 el panorama literario chileno pasó a ser otro: se abrieron las ventanas.

Pasó algo más: Zambra echó a andar un proyecto que hoy lo tiene como, quizás, el autor más exitoso de su generación en toda Hispanoamérica. Traducido a varios idiomas, el año pasado aparecieron cuentos suyos las revistas The New Yorker, Harper’s y The Paris Review. En febrero, la editorial de la súper ondera McSweeney’s va a lanzar Mis Documentos, creo yo el libro que ilumina cuatro o cinco posibles caminos nuevos que Zambra podría recorrer en el futuro. Creo también que fui un poco injusto en el posteo pasado al hablar de Facsímil, su último libro: dije que ahí que, a pesar del formato “experimental”, se repetía temáticamente. Es bastante más que eso, en realidad. Facsímil le reclama al relato tradicional su autoridad, evidenciando las falencias intrínsecas a su naturaleza: por ejemplo, que únicamente puede ser un solo relato. Al contrario, Zambra avanza en múltiples direcciones, empieza, termina o retoma en cada página, imagina en cada entrada nuevas formas de contar. Es el esfuerzo más radical que ha hecho Zambra –esfuerzo exitoso, diría yo-, que antes siempre había intentado contar de formas que no fueran solo contar algo. Bonsái fue eso. La vida privada de los árboles, acaso ligeramente menospreciada, era la historia de una conjetura que, a la vez sucedía pero quizás no, y ya en la ultra exitosa Formas de volver a casa todo lo contado era puesto en duda por el paso del tiempo. De nuevo, estoy simplificando escandalosamente: la paleta de sutilezas que maneja Zambra hace que todas esas implicancias tan literarias de sus novelas sean invisibles para un lector que no quiera verlas.

Lo que jamás es invisible es la manera en que ha ido construyendo la tonalidad de una generación: una generación a que le ha costado tanto reclamar su lugar en la historia que, a veces, simplemente se queda a un lado. En Formas de volver a casa el narrador crece en un mundo –en los 80 chilenos de Pinochet- en el que no puede ser protagonista, sus padres lo son con toda responsabilidad, y ni siquiera en los 90, cuando crece, puede reclamar su lugar porque ese mundo nuevo que debería ser suyo es el eco de otro pasado, que no puede reinventar. Hacerse cargo de la época en que vivimos, protagonizarla, es un tema central en Facsímil. Salir mal de ese trámite existencial también. Algo de todo eso está en los relatos Mis documentos, que para mi vale su peso en oro por dos cuentos: Hacer Memoria y Vida de Familia.

Escribo todo esto sólo para dejar acá la entrevista que le hice a Zambra a propósito de Facsímil. Salió el 30 de noviembre de 2014 en Artes y Letras, de El Mercurio, donde trabajo desde el año pasado.

(La foto entiendo que es de Hueders)

Alejandro Zambra: «Más que educados, fuimos entrenados»

No es exactamente una novela; tampoco un volumen de cuentos ni de poemas. Pero es ficción. El autor de Bonsái lanza Facsímil , un inesperado título que sigue la estructura de la Prueba de Aptitud Académica Verbal. En 90 ejercicios, que el lector puede responder, Zambra explora los efectos de la formación que tuvo su generación, incluido un paso decisivo por el Instituto Nacional.

La sala era un caos. Papeles arrugados convertidos en proyectiles iban y venían en todas las direcciones. Una guerra. Adelante, Alejandro Zambra fracasaba como profesor a los 23 años. De pronto los papeles se detuvieron. No se trataba de un repunte de la clase, sino del preámbulo para el arrojo final: silenciosamente los niños habían llenado una caja con papeles, los que en un preciso gesto fueron lanzados por una alumna hacia el techo, donde un ventilador en marcha los distribuyó por todos los rincones. Tres impactaron al profesor. Entonces, Zambra desistió. Abrió el libro de clases y escribió dos páginas de una anotación positiva general. Duró uno o dos meses en ese colegio de Curicó, donde casi todo salió mal. Salvo una cosa: la clase de preuniversitario. Zambra era un experto en la Prueba de Aptitud Académica (PAA).

Sigue siéndolo. Quizás ahora mucho más que cuando, a fines de los 90, entrenaba a escolares a dar una buena PAA, el antiguo examen para entrar a la universidad, en el Instituto Cpech. «Era bueno. Mis alumnos subían su puntaje rápidamente», recuerda el autor de Formas de volver a casa (2010), que llegó a conocer por dentro los mecanismos de ese tipo de pruebas cuando trabajó elaborando preguntas para el Simce. Es una técnica específica que Zambra aprendió a manejar en años de muchas, demasiadas, pruebas de selección múltiple que rindió en su paso por el Instituto Nacional y que hace unos seis meses volvió a poner en práctica. Eso sí, esta vez para convertirla en su completo opuesto: en literatura.
Ocupando exactamente la estructura de la PAA Verbal de 1993, la que él rindió, Zambra escribió el libro Facsímil . Publicado por Hueders y desde mañana en librerías, es tan inesperado como suena: son 90 preguntas, divididas en cinco ítemes: Términos excluidos, Plan de redacción, Uso de ilativos, Eliminación de oraciones y Compresión de lectura, en las que paulatinamente se despliega la característica voz del autor de Bonsái . Como lo dice el subtítulo, es un libro de ejercicios que le pide al lector que decida las posibilidades y el tono del relato -si es que esto efectivamente es un relato-, a veces incluso desautorizando la narración y al autor. Zambra nunca fue tan irónico.
«Es como si la persona que escribe la prueba se hubiera vuelto loca», le dijo un amigo, después de leer Facsímil . Puede ser: de la pesada gravedad de la prueba original, acá sólo queda el desconcierto. Cada ejercicio, incluida su respuesta, es potencialmente un poema o un relato, que no sólo en el formato apelan a la tan contingente discusión sobre la educación, sino que también en su dinámica interna hablan de una generación -la que levantó la cabeza en los 90- que arrastra los lastres de una formación que no les sirvió para entender su tiempo. Así, los escolares que aparecen en el primer texto de Comprensión de lectura, en el segundo pueden ser esos jóvenes que se casan y se anulan y se vuelven a casar y a divorciarse, que en el tercero son padres que bordean los 40 -Zambra tiene 39- que les piden disculpas a sus hijos.
Aunque profundamente chileno, Facsímil ya tiene contratadas ediciones para Argentina, a través de la editorial Eterna Cadencia, y México y España vía Sexto Piso. Difícil imaginar como leerán el libro afuera, donde no existe la PAA. En la tradición local es posible ubicarlo cerca, pero no tanto, de La nueva novela , de Juan Luis Martínez, o algunos textos de Nicanor Parra. Sin embargo, no es un volumen poético. Es ficción y narrativa. «Es un libro más raro que otros no más», prefiere señalar el autor. Y agrega: «No quiero decir que es un libro experimental, del mismo modo que no quise bautizarlo como novela ni como poesía ni como nada. Los géneros literarios son camisas incómodas que te pones y un libro es la historia de esa incomodidad. Y la Prueba Verbal era como un género literario, quizás el primero cuyos mecanismos comprendí».

Hacer las cosas mal
«Pensaba en un libro así hace años, pero creo que el origen más directo fue una reunión de compañeros de curso que tuvimos el año pasado», cuenta Zambra, hablando casi del primer chispazo de Facsímil : en medio de la oleada de recuerdos que tuvo ese grupo de institutanos sin uniforme hacía 20 años, apareció la idea de la PAA y el escritor nunca más pudo sacarla de su cabeza. El tema ya está en el relato «Instituto Nacional», de Mis documentos (2013), pero la prueba como hito, de pronto, cristalizó en su memoria sus días en el colegio y el inicio de la década de los 90, ambos temas que imaginaba para alguna novela. Trató de escribir sobre la PAA, pero no pudo.
«Se me ocurrió hacer esto directamente como una prueba, fundamentalmente pensando en los términos excluidos, que se parecen un poco a cierta poesía concreta. También está el caso de Juan Luis Martínez. Pero no quería hacer exactamente eso. Ahí se me ocurrió ponerme esta camisa de fuerza en que forma y fondo son indivisibles», explica Zambra. «Este es un libro sobre la educación y eso se traduce en algunas imágenes que lo atraviesan: la idea de que más que ser educados fuimos entrenados, que no se nos pedía un pensamiento propio sino reproducir uno ajeno, que estudiar era también negarse uno mismo. Todo eso está en la prueba», agrega.
Como en la verdadera prueba verbal, Facsímil se inicia pidiéndole al lector distinguir cuál palabra no tiene relación con, por ejemplo, el concepto «educar»: enseñar, mostrar, domesticar, programar. O, en plena alteración del sentido de la PAA, ante el concepto «silencio» Zambra propone cinco veces la misma opción: silencio. En las secciones que siguen se van formando pequeñas y no tan pequeñas narraciones, al final directamente relatos, en los que laten los clásicos temas de Zambra: la infancia, los ecos de los 80, la soledad, las crisis amorosas, los hijos, los padres, las posibilidades defraudadas de una generación, etc. De todos esos temas, sin embargo, el lector puede disentir en los ejercicios.

-¿Por qué llegaste a desconfiar de tal manera del relato tradicional que terminaste escribiendo un libro como «Facsímil»?
-Siempre estuvo eso. Pero creo que cuando empecé a escribir, cuando chico, esa desconfianza se expresaba como fuga. Todos empezamos escribiendo poemas medio surrealistas y eso tiene mucho que ver con el deseo de ir más allá de uno mismo. Y ese camino explota acá, esa desconfianza es una tensión que siempre te acompaña. Me gusta mucho esa frase que Derrida dice en alguna parte: «Nunca he sabido contar una historia». Yo creo que esa frase la tiraba con Bonsái . A la altura de La vida privada de los árboles (2007) era «quiero contar una historia». En Formas de volver a casa (2011) y de algún modo también en Mis documentos, era «no sé si tengo derecho a contar esta historia pero es mi historia, no es peor ni mejor que otras». Y en este libro es «no quiero contar la historia como me enseñaron a contarla». Eso es un tema de Facsímil . También es un libro, en un sentido, contra la literatura.
-¿Un lector puede responder las preguntas de «Facsímil»?
-Sí, claro. Todos los libros formulan preguntas, Facsímil solamente hace eso más explícito. Pero este es un libro contra la ilusión de una respuesta única, de una respuesta correcta y autoritaria. En muchos ejercicios no hay una respuesta correcta, o la que hay, la que nos parece correcta, es profundamente subjetiva o ideológica. A veces esa certeza demuestra nuestra incapacidad de mirar a los demás.

-En ese sentido, acá le entregas todas las posibilidades al lector para decidir qué tipo de historia está leyendo. Como dices, ninguna respuesta es correcta, pero tampoco incorrecta.
-En el fondo está la idea de desautorizar al narrador, de hacerlo menos autoritario. El autor es siempre autoridad, es el que puede contar la historia, el que pololea con la ilusión de la última palabra. En Formas de volver a casa eso era muy explícito. Facsímil extrema esa línea. El narrador simplemente no tiene el poder. Y eso se hace muy evidente en la sección de plan de redacción (en la que el lector debe decidir el orden de un relato), pero también en el ítem de la eliminación de oraciones y en los términos excluidos. ¿Qué nos enseñaban? A excluir una palabra. A que en el lenguaje hay palabras que no están relacionadas con las otras. A ordenar el discurso de una manera fija, a organizar el pensamiento de una forma válida, pero única. Y a eliminar oraciones; o sea, a censurar. A distinguir lo pertinente de lo impertinente. Y, claro, eso también es la negación del estilo y la literatura.

-¿Con cuánto cariño recuerdas el colegio? En » Facsímil» esos años de entrenamiento en el Instituto Nacional también parecen entrañables.
-No sé muy bien qué pienso del colegio. Sé que el Instituto Nacional cambió mi vida por completo y eso, en abstracto, no es bueno. El colegio no debería cambiarte tanto. No puedo imaginarme mi vida sin la experiencia de ese colegio. Ahora, el Instituto tenía muchos lados muy buenos, una diversidad social real, por ejemplo. Era todo lo contrario a una burbuja. Pero claro, tienes 12 años y descubres que la vida es una mierda. Se supone que era un colegio para niños mateos y ordenados, pero eso cambia muy rápido. Aprendimos a sobrevivir y por esto también a mentir, a copiar, a fingir, a ser violentos e indolentes. Era un colegio para ser ingeniero, en el peor de los casos abogado, y si yo me desvíe del camino fue porque apareció la literatura.

-¿Te sigue molestando que tus libros sean vistos como «novelas generacionales»?
-Siempre he tenido esa resistencia. En el fondo, es una resistencia a las imágenes generalizantes y las novelas afirmativas; eso llevado a un plano generacional produce imágenes paralizantes. «Ya, los jóvenes son así y asá». Me carga eso: está lleno de libros que, en vez de movilizar, paralizan la representación de los jóvenes, de los viejos, de los adultos, de los hombres, de las mujeres. Creo, por ejemplo, que todos los 90 están por ser narrados, y eso que Facsímil es totalmente de los 90. Escribir una novela para demostrar que los jóvenes de los 90 no estaban ni ahí me parece matar a esa generación. Lo que hay que hacer es darle realidad a ese tiempo. Movilidad. Porque no fue así. Esa fue la etiqueta que le colgaron a nuestra generación que, claro, escuchábamos a Radiohead, estábamos tristes, pero en muchas universidades había resistencia, se estaba hablando de causas que no lograban volverse masivas, estaba todo intervenido y manipulado, era una dictadura que terminó mucho después, recién cuando murió Pinochet. Creo que la de los noventa es una generación difícil de entender y me parece nocivo decir que no hizo nada. Me parece mejor hablar de una generación que hizo las cosas mal. Pero estábamos vivos e intentábamos entender el mundo. Descubrir la poesía, indagar en el lenguaje, fue olvidar el «plan de redacción», desprogramarnos. Recuperar la voz.

-Siguiendo la imagen de tus libros, sobre todo de «Facsímil», ¿tan fracasada y solitaria te parece que terminó tu generación?
-Ahora te diría que sí, pero eso es más como yo me siento: fracasado y solitario. Pero hay casos y casos. Hay un diálogo entre las generaciones que no ha sido pleno. No quiero creer que estamos muertos. Eso también es muy cómodo, sentir que ya pasó tu momento. Yo escribo para sentirme vivo, entonces yo no daría nunca ninguna imagen final de esa generación. Si escribo es porque creo que no estoy muerto.

merinoHubo un tiempo en que esperaba las listas de lo mejor del año con alguna urgencia. Las de libros, por supuesto, pero quizás con más interés las de discos. Revisaba web de revistas que leía poco y nada durante el año, buscando esos resúmenes para sacar información –no siempre valiosa- y también para confirmar mis gustos. Yo mismo hice mis propias listas musicales y aún no me arrepiento de haber sido arbitrario ni arrogante. De eso se tratan las listas, ¿no? Las literarias en las que he participado han estado casi siempre ligadas estrictamente al trabajo, salvo un par de recuentos para este mismo blog, y quiero pensar que sabía un poco más de lo que estaba hablando. Todavía me interesan, me entretienen, pero supongo que ya llevo tantos años llegando a fin de año que la cuestión está agarrando el tristísimo sabor de la rutina. Sí, exagero.

Como sea, hace tres semanas hice una lista. Me pidieron 10 libros y me pasé. No eran exactamente los mejores, sino algo así como los más importantes. Los libros del año, ya sea por su calidad literaria o por su conexión con los lectores. En estos días he estado pensado en esa lista, dándole vueltas a sus ausencias, pero sobre todo masticando una idea que no termino de entender bien. Es, en realidad, la intuición de que el 2015 más que otra cosa fue un año de transición. De acomodo. De estertores. También, seguramente, del inicio de otra cosa. Pienso en Nicanor Parra: es maravilloso y terrible que nuevamente el viejo fuera algo así como el gran protagonista cultural del año. Qué mortalmente aburridas son las efemérides. Y aunque me parece que su libro Temporal (Ediciones UDP) es de verdad muy bueno y sorprendente, no puede ser que el mejor título de poesía chilena –como muchos andan diciendo- sea uno escrito hace 30 años por un hombre que ya tiene 100. No debe serlo.

Pienso también en Alejandro Zambra y Alvaro Bisama, para mí los mejores de su generación. Ambos publicaron novelas que, creo, extienden un programa que ya dio sus mejores frutos. Son ecos de sus obras. Síntesis, quizás. Otra vez, Bisama en Taxidermia (Alquimia) monta historias borroneadas, moldeadas en el fragmento, sobre personajes dañados, habitantes de una marginalidad en que el arte se junta con la miseria, y que esta vez toman una coherencia especial porque el narrador está perdiendo la memoria. Me gustó la novela, pero sospecho que ya existía entre las páginas de Caja Negra, Música Marciana y Los Muertos.

facsímilEl caso de Zambra podría ser incluso más evidente. La estructura que eligió para Fascísmil (Hueders) –el mismo formato que la PAA de Verbal- lo convierte en su libro más raro y arriesgado, formalmente al menos. Casi experimental. Pero más allá de esa forma, Zambra vuelve a explorar prácticamente los mismos temas de sus anteriores dos libros, Formas de Volver a Casa y Mis Documentos: la memoria, la infancia, los ecos de los 80, la educación, los quiebres sentimentales y la profunda soledad de una generación que, a estas alturas, trata más mal que bien ser adulta. Estoy simplificando, lo sé, Facsímil también es un intento radical por desafiar el relato tradicional. Pese a ello, me parece más el último paso en un camino, que un cambio de dirección.

Ahora, allá Zambra si le interesa cambiar el rumbo o no. Lo mismo para Bisama. Que hagan lo que quieran. Pero porque ambos tienen sólo 39 años, imagino que en algún momento se van a mover. Espero que sea pronto. En cambio, no sé si lo hará Roberto Merino y mucho menos Germán Marín. Primero con Marín: poseído por un fervoroso impulso literario, acaso fruto de tener el tiempo que jamás tuvo, en los últimos cinco años ha estado publicando novela tras novela y la última fue Tierra amarilla (FCE), otra poderosa pieza de su monumento a los miserables golpeados por un país nauseabundo y corrupto. Está cada vez menos político, es verdad, pero todas estas últimas “novelitas” son esquirlas de sus grandes bombas. De Merino, a su vez, no habría que esperar nada.

Repito: nada. Y sin embargo, todo lo de Merino es deslumbrante, incluso a pesar suyo. Toda su obra narrativa ha sido construida en base a responsabilidades laborales, a la larga un poco a regañadientes, como toda columna que ha de entregarse semanalmente a un diario. Su libro del 2014 Pista Resbaladiza (UDP) reúne sus crónicas de Las Ultimas Noticias y, más o menos de la misma forma que en libros como En busca del loro atrofiado y Todo Santiago, es el despliegue de una mirada perpleja pero sobrecogedoramente sensata, sobre un devenir que arrasa lentamente con todo. En el camino, Merino da cuenta de cierto universo popular nacional y también de su propia vida. El drama nunca es dramático, sino ligero, descreído, luminoso. Ahora, este nuevo de libro también es el mismo libro de siempre. Preciso: de Merino no hay que esperar nada nuevo. (Aunque quién sabe: en 2015 lanza Padres e hijos, con Hueders).

Por ahí andan, creo, los estertores. O los ecos. Quizás uno más: Autoayuda (Chancacazo), de Matías Correa. Celebrada por algunos como algo así como la gran revelación –Alberto Fuguet prácticamente lo apadrinó-, de verdad que es un relato muy bien armado, de una fluidez envidiable y una trama que avanza sin dudar un sólo paso hacia la resolución. Muy pocos autores de la generación de Correa –nació en 1982- tienen su naturalidad y elocuencia para contar una historia. Para mí, sin embargo, Autoayuda es una novela de los 90. Historia de un exitoso abogado, Mena, que se desmorona en el vacío de una vida exitosa, explora un problema apolítico y desideologizado tan noventero como sus espacios y habitantes: brillantes departamentos de La Dehesa, tontas galerías de arte del Alonso de Córdova, estaciones de servicio, drogas duras distribuidas por bohemios ochenteros que envejecieron durante la fiesta. Quizás estoy equivocando el punto completamente.

incompetentesQuizás Autoayuda en realidad es una novela sobre la amistad y la soledad y su decorado da lo mismo. No sé. No sé si realmente uno pueda exigirle a una novela que de cuenta de su tiempo o criticarle que de cuenta de otro. No sé. Lo que sí sé es que me pareció más fresca y viva Incompetentes (La Pollera), de Constanza Gutiérrez (1990), una pequeña novela –casi un relato- que es pura actualidad: es la historia de un grupo de escolares que se toma su colegio. Más allá, en todo Santiago, quizás en todo Chile, muchos otros colegios también están tomados. Pese al contexto evidentemente político, Gutiérrez evita a los cabecillas del movimiento y sus personajes son adolescentes apáticos que improvisan una vida sin reglas, lejos de sus padres, en el colegio que tan poco les importa. Por supuesto que fracasan, pero posiblemente él éxito nunca estuvo en sus posibilidades.

El debut de Gutiérrez es muy prometedor. Tanto, para mí, como el de Romina Reyes, que publicó el libro de cuentos Reinos. Historias de veinteñeros de clase media que no saben conectar emocionalmente, es sutil, ambiguo y aunque no tiene la transparente ambición de Incompetentes, también da cuenta del tono de una generación. Está cerca de Eslovenia, de Esteban Catalán, otro gran volumen de cuentos de un debutante que publicó la misma editorial, Montacerdos. Perdedores, jóvenes de una medianía a la que pertenecimos tantos, tipos cualquiera en medio de hechos cotidianos inesperadamente conmovedores.

A propósito de Montacerdos, este 2014 tiene el sabor de la consagración (¿tanto así?) para las pequeñas editoriales. Tanto Bisama como Zambra le pusieron pausa a sus casas editoriales (Alfaguara y Anagrama, respectivamente) para publicar con Alquimia y Hueders, en un gesto que sumado a otras señales hablan de, ahora sí, un nuevo panorama en la industria editorial. Mientras los sellos internacionales son tragados por el transatlántico de Penguin Random House y, como es natural, pelean por los best seller, Fuguet prefiere que su mejor libro de 2015, Juntos y Solos, salga por Ediciones UDP, la Furia del Libro se lleva toda la onda que perdió la Feria Internacional del Libro de Santiago y es efectivamente en las independientes donde surgen títulos inesperados y sorprendentes como Ejercicios de encuadre (Cuneta), de Carlos Díaz Araya, Apache (Sangría), de Antonio Gil, Fanon City Meu (Das Kapital), Jaime Luis Huenún.

imaginacionDejo aparte a La imaginación del padre (Lolita Editores), una indagación familiar de Luis López Aliaga que fue una de los libros que más me impactó del año. Sobre todo me gustó que acá todo fueran preguntas y ni una sola respuesta cerrada. López Aliaga rastrea la memoria de su familia para entender el esquivo silencio de ese hombre duro, más bien fracasado y de historia prestada, que es su papá. De fondo y a veces en primer plano también, la cultura peruana de su abuelo entra y sale del libro como otra patria posible, como otro destino imposible. En la ruta, López Aliaga no consigue resolver casi nada, pero es posible que haya puesto los cimientos de su propia identidad.

Algo más sobre las chicas. Si la sorpresa del 2015 fue Montacerdos, Hueders se puso en otro nivel. Además de Facsímil, de Zambra, casi todo lo que publicaron es valioso: desde Buscanidos, de Matías Celedón, a Humillaciones, de Marcelo Mellado, y esa tremenda colección de retratos literarios de Manuel Vicuña, Fuera de Campo. Además, editaron El idioma materno, de Fabio Morabito, y Juicios a las brujas y otras catástrofes, de Walter Benjamin. El sello de Rafael López, Marcela Fuentealba y Alvaro Matus se sitúa así muy cerca de Ediciones UDP, que se escapa con un catálogo de sabido impacto internacional. Además de Temporal o Pista Resbaladiza, este año publicaron al menos cuatro títulos más o menos ineludibles: Un hombre flaco, de Daniel Titinger, Un paseo con los dioses, de Oscar Contardo, La voz extraña, de Fabián Casas, y Continuación de ideas diversas, de César Aira. No lo digo porque yo tenga cierta conexión con el sello de al UDP, pero me quedo corto nombrado solo cuatro libros.

Pese a todo, algo pasó en las grandes. Sinceramente creo que Logia (Planeta), de Francisco Ortega, es un libro importante de este año. A pesar de que personalmente no me interesó mucho, le peleó a dos best seller probados como Pablo Simonetti y Roberto Ampuero el primer lugar del ranking y varias semanas les ganó. Ortega utiliza mitos de la historia chilena y el paisaje de Santiago para construir un thriller atrapante, quizás un poco inverosímil, pero jamás deshonesto. Es otro pilar, el más deliberadamente comercial, para un universo personal que Ortega ha ido creando en novelas gráficas como 1899 y Mocha Dick.

De la gigante Penguin Random House, valoro tres libros publicados a través de Literatura RH. La edad del perro, de Leo Sanhueza (del cual también habría que mencionar El hijo del presidente) y Volverse palestina, de Lina Meruane; en ambos libros dialoga biografía con historia política. Pero más allá de eso se parecen muy poco: Sanhueza habla de los 80 en el sur de Chile, mientras Meruane de la Palestina ocupada por Israel hoy. El tercero que valoro, y con especial entusiasmo, es Racimo, de Diego Zúñiga, el mejor sucesor posible para ese relato mínimo y apático que fue Camanchaca. A través de un protagonista fotógrafo, Torres Leiva, Zúñiga redescubre la inquietante oscuridad que se extiende por el desierto nortino. Una oscuridad que es sinónimo de mal a secas y también de pobreza y desamparo social. Es verdad que no es una novela perfecta –por suerte-, pero muestra una ambición narrativa que opera en varios niveles: contar una historia –y a veces más de una-, crear personajes, dotar al lenguaje de un filo lírico y, sin alardeos, ser político. La confianza en la ficción -y en el género novelístico- que tiene Zúñiga lo sitúa de nuevo en un lugar protagónico de su generación.

Sobre los libros extranjeros hay mucho que leer en otras partes. Yo únicamente voy a nombrar Un hombre enamorado, del noruego Karl Ove Knausgard. A mi no sólo me gustó porque soy incapaz de restarme de las modas, sino también porque quedé genuinamente deslumbrado. No sé ustedes, pero el relato pormenorizado de la vida diaria que Knausgard me dio un vértigo que, por momentos, se extendió a mi propia vida diaria, otorgándole una patina literaria a todas mis experiencias y también una de temor existencial. Es posible que me haya golpeado tanto porque en este tomo de la serie Mi Lucha, Knausgard habla de su experiencia como padre y yo precisamente estoy metido en eso hace algunos años. Como sea, lo leí lentamente, en el papel y en el teléfono, demorándolo.

Ahora que releo esto, no estoy seguro si se trató de un año de estertores. Quizás sí. Quizás fue mi forma de leer este año. Algo, creo, se está repitiendo. Eso sí, no existió una libro tan unánime como lo fue el año pasado Leñador, de Mike Wilson. En cualquier caso, este recuento es obviamente limitado, especialmente porque leí pocos libros de poesía. Tampoco leí muchos infantiles –me salté lo de María José Ferrada, por ejemplo- y muchos menos ilustrados. Me pareció fascinante La última broma de Juan Luis Martínez (Cuarto Propio), de Scott Weintraub, y me ha gustado mucho lo que he leído del recién editado Pliegues (Cuneta), de Soledad Bianchi, pero en realidad mis lecturas de ensayos fueron mezquinas. No podría decir que esto, este texto, se trata de una lista de los mejores libros del 2014. Son apenas unos apuntes de lecturas.

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Estallan pequeñas reproducciones de la estatua de libertad. Son acciones políticas. Ella y él se conocen en la cocina, cuando la fiesta desborda la casa. Alguien está muerto. Un escritor recibe el encargo se revisar los papeles de su amigo aspirante a escritor. Hay coincidencias. Hay una intriga sin resolución. Eso es lo que recuerdo de la novela Leviatán, de Paul Auster. Puras imágenes aisladas. Sinceramente, no puedo decir de qué se trataba sin revisar la contratapa. Y aunque eso forzosamente debiera ser una mala señal de mi memoria, sobre todo debe indicar la mediocridad de la novela. Quizás no. No sé. No me importa. A la menor provocación, digo que Leviatan es la mejor novela de Auster.

Leí a Auster a fines de los 90, cuando todavía se podía leer sin que nadie te dijera que se había echado a perder. O que se estaba repitiendo. En mi memoria literaria, los falsos detectives de La Trilogía de Nueva York ocupan un lugar de privilegio: imaginé que en ellos se palpaba la metafísica del solitario que busca para no encontrar nada. Hasta que sus libros efectivamente empezaron a desbarrancarse, Auster fue un gran autor para almas adolescentes ansiosas de tribulación y sofisticación. Más que eso, que suena tan frívolo, fue un muy ingenioso contador de historias, sorpresivo y a veces conmovedor. Hoy no me interesa mucho lo que hace, pero en mi memoria sigue siendo un escritor relevante. Aunque no recuerde sus libros.

No, relevante es muy poco. A fines de los 90, para mí Auster era casi un héroe. Hasta sus pésimas películas me gustaron. Entonces, cuando hace un par de semanas llegué al hotel Hyatt para entrevistarlo no era raro que estuviera un poco nervioso. Pero Auster estuvo a las alturas de mis expectativas de fan e hizo todo lo necesario para que yo me relejara: sencillo y amable, me pidió que conversáramos en la terraza y, tal como yo había fantaseado, sacó sus cigarros y me invitó uno. Eran pequeños puros, marca de Davidoff. “No debes aspirar el humo”, me instruyó, sospechando que yo era un novato. O, mejor, como si momentáneamente hubiera tomado la personalidad de ese vendedor de tabaco en su película Smoke, que interpreta Harvey Keitel. Como sea, así fue como cumplí un sueño de juventud: compartir un cigarro con Paul Auster.

Acá está la entrevista que publicamos en el diario, el 22 de abril.

«Escribir es como una enfermedad, el mundo real no es suficiente»

Toma una taza de té al desayuno mientras lee The New York Times y luego, alrededor de las nueve de la mañana, Paul Auster (1947) se sienta al escritorio. Sólo se levanta para almorzar algo liviano y más o menos a las cuatro de la tarde, deja de escribir. Siempre a mano, novelas enteras. Todos los días lo mismo. Varias  veces en su vida, especialmente durante los 70, el autor de La música del azar imaginó que no iba a poder convertirse en escritor. Hoy es al revés: “Es una compulsión”, dice. “Es una enfermedad”, agrega.

Pero Auster se ve sano. De camisa celeste, Levis negros y lentes oscuros, sale a la terraza del Hotel Hyatt y enciende un pequeño puro. “Quiero dejarlos”, dice, y saca un cigarrillo electrónico que parece un lápiz. El  escritor estadounidense autor de La trilogía de Nueva York, Leviatán, La  invención de la soledad y tantos otros libros, llegó el domingo a Santiago junto a su esposa, la también escritora Siri Hustvedt, para participar mañana en el seminario La Ciudad y las Palabras, del doctorado de Arquitectura de la Universidad Católica. Sostendrá un diálogo con su amigo, el Nobel sudafricano J. M. Coetzee.

Fue Samuel Beckett quien los unió. A cargo de una edición de las obras completas del irlandés, Auster le pidió a Coetzee un texto cómo prólogo. Luego se conocieron en persona, congeniaron, siguieron enviándose cartas. Una evolución natural de ello fue Aquí y ahora (2012), volumen que recoge su correspondencia. “Fue un proyecto muy absorbente. Estuvimos tres años escribiéndonos, hablando sobre muchos temas. Yo mismo pegaba la estampilla en el sobre y lo enviaba a Australia. Algunas veces, John enviaba fax. Dejamos mucho material fuera”, cuenta Auster que ayer visitó la librería Metales Pesados junto Coetzee y su mujer.

Marcado por Beckett, Auster admite sólo clásicos entre sus influencias: Poe, Melville, Hawthorne, Tolstoi, Dostoiesvky, Dickens, Joyce, Kafka, Celine. Dice que también leyó a Neruda  y Borges en su juventud. Una noche, con 22 años, no pudo dejar Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez: “No pude parar. Me impactó muchísimo”, dice sobre el libro. “De alguna manera García Márquez es el escritor más querido del mundo. En todas partes la gente lo amaba. Es uno de esos raros casos en que un gran escritor logra popularidad. García Márquez es una especie Dickens de nuestros tiempos”.

Auster también ha sido querido.  Como pocos. Especialmente durante la década de los 90, en Europa y Latinoamérica, incluyendo a Chile, sus novelas eran considerados maravillosos objetos de culto por lectores que los transformaron en un fenómeno. Antes que Haruki Murakami, estuvo Auster. En esos años, también se convirtió en cineasta: Smoke (1995), Blue in the face (1995), Lulu on the bridge (1998), fueron algunas de las películas que dirigió, las dos primeras con Wayne Wang. En 2008 hizo The inner life of Martin Frost. “Probablemente no volveré a hacer otra película”, dice. Y recuerda: “A los 18 o 19 años pensé que podría ser un director de cine, y no un escritor. Lo que me detuvo fue que era muy tímido. Dejé esa ambición de lado”.

¿Qué escribió en esos años de timidez? ¿Algo que se publicara?

Escribí cerca de 200 páginas de algo que iba a ser una novela enorme. Nunca quedé satisfecho con el resultado. A los 21 lo dejé todo. Pensé que nunca iba a poder ser novelista y me quedé con la poesía. Pasó el tiempo. 10 años. Las cosas cambiaron. Mi padre murió y escribí mi primer libro en prosa, La invención de la soledad. “Quizás estoy listo para escribir ficción”, me dije. Entonces empecé La ciudad de cristal, robando mucho de esos manuscritos de joven.

¿Cómo recuerda los años de La trilogía de Nueva York?

Lo que más recuerdo es que estaba empezando con Siri. Nos conocimos en febrero de 1981, en unos meses empezamos a vivir juntos y luego inicié La ciudad de cristal. De alguna forma, es un homenaje a ella. ¿Qué habría pasado si no la hubiera conocido? Quizás sería alguien como Quinn (el protagonista). Hay algo más: un día recibí un llamado preguntando por la Agencia de Detectives Pinkerton. Número equivocado. Al otro día lo mismo. Luego me arrepentí: debí haber dicho que sí, que yo era el detective. Esperé al tercer llamado, pero nunca llegó. De esa situación sale la trilogía: historias sobre detectives que en realidad no lo son, crímenes sin muertos, etc. Sólo preguntas sin respuestas.

¿Qué pasó con la poesía?  

Escribí poesía hasta 1978 y luego choqué con una muralla. Nunca más pude escribir. Creí que estaba liquidado, que nunca más sería escritor. Luego empecé de nuevo, pero era prosa. No he escrito un solo poema desde esos días. Volví a escribir después de un ensayo de danza sin música que vi en Nueva York, lo cuento en Diario de invierno. Fue una repentina revelación, me liberó.

En ese libro también cuenta que a los 14 años un rayó cayó sobre un amigo que estaba a su lado y lo mató. 

Creo que probablemente es lo más importante que me ha pasado. Cambió lo que pensaba del mundo y me enseñó que cualquier cosa puede pasar. Y sólo tenía 14 años, una edad en que literalmente tu cerebro está  cambiando. Ya no tienes los pensamientos de un niño. Si algo tan monumental como eso pasa, obviamente tiene un impacto importante.

Revelaciones, giros del destino, el azar, todo eso está en sus libros. ¿También son parte de su vida?

Por eso escribí El cuaderno rojo: para mostrar con ejemplos de mi vida cuán extraña es la vida. Tendríamos que ser estúpidos y ciegos para decir que el azar no juega un rol en la vida. Para eso tenemos la palabra accidente. Si ahora mismo te caes y te quiebras la pierna podrías terminar conociendo a una enfermera, enamorarte de ella y casarte. También podrías quedar inválido y pasar tu vida odiando el mundo.  Mil cosas como estas pueden pasar todos los días. Hay consecuencias felices, otras terribles. Pero también tenemos la habilidad de razonar, tomar decisiones, tener metas y planes.  Estoy interesado en esa tensión.

Sus últimos libros son memorias, Diario de invierno e Informe del interior. ¿De dónde surge la necesidad de recordar?

Tenía la urgencia. Estoy más viejo. He notado que estoy pensando cada vez más sobre la infancia y quería tratar de explicármelo. Ahora estoy escribiendo una novela larga, lo más complejo que he escrito. Creo que demoraré unos dos o tres años más. Todos los días escribo hasta las cuatro de la tarde y en ese punto mi cerebro está frito, estoy tan cansado que apenas puedo moverme. Me cuenta tanto escribir apenas una página.

¿Siempre fue tan doloroso? 

Creo que todos los artistas, de una u otra forma, son personas dañadas. Y a veces el mundo  real no es suficiente. Tenemos que explorar un mundo inventado. Admiro a la gente que se contenta con las cosas como son, que viven en el presente y no tienen la carga que parecen tener los artistas. Es una compulsión, como una enfermedad. Si estás enfermo, seguramente debes tomar pastillas; ser escritor es algo parecido: debes lidiar con tu enfermedad sentándote todos los días a escribir

Caer como un valiente

May 20, 2014

FOTO ROBERTO BOLAÑO COPYRIGHT ALEJANDRO YOFRE

“Del D.F. a Africa, a toda mecha”, escribió Roberto Bolaño en mi copia de Los Detectives Salvajes. Es una dedicatoria, que también incluye mi nombre. Firmó el libro en 1999, cuando estuvo de la Feria del Libro de Santiago. Me habría encantado estar ahí, pero fueron dos amigos quienes, con mi ejemplar del libro en sus manos, le pidieron que me dedicara la novela. Lindo gesto. Nunca conocí a Bolaño y estuve lejísimos de entrevistarlo: estaba en mis primeros meses trabajando en El Mostrador.cl cuando murió. Algunos años después, especialmente desde que llegué a La Tercera, empecé a escribir de él con insistencia. De su triunfo en EE.UU., de sus libros póstumos, de su efecto en la literatura chilena, de sus amigos, de sus mujeres, de sus admiradores, etc., etc., etc. Casi siempre lo he disfrutado. Sólo uno de sus libros, La Pista de Hielo, no me gusta. Tengo mis dudas con Amberes, Una Novelita Lumpen, Los Sinsabores del Verdadero Policía y algunos cuentos. Del resto soy incondicional.
Cuando el año pasado se cumplieron 10 años de su muerte, sumé varios artículos míos para armar un perfil de Bolaño que publicaron en la estupenda 60Watts. Acá va de nuevo.
 

TENÍA EL PELO LARGO, llevaba un morral lleno de hojas con poemas, casi siempre estaba fumando. Había vuelto corriendo a Chile para vivir la Unidad Popular, pero cuando llegó la Junta Militar estaba en La Moneda. Ya leía a Nicanor Parra. Creía que la poesía debía volver a las barricadas. Corría 1975, tenía 22 años y era uno de los cabecillas de un grupo de poetas incendiarios que atacaban al orden cultural mexicano. Los infrarrealistas. Era el único que no bebía alcohol ni fumaba marihuana. Observaba y escribía. “Aprendía del silencio de las madrugadas”, dice uno de los que estaba ahí, Bruno Montané. Otro, el más joven de la pandilla, Juan Esteban Harrington, lo recuerda recatado: “Roberto Bolaño era el menos salvaje de todos”.

Encendida la mecha del Infrarrealismo, lo abandonó. Se instaló en España en 1977 y atravesó los 80 escribiendo cientos de poemas, cuentos y novelas en completo anonimato. No volvió a México. Allá, su mejor amigo, el poeta Mario Santiago, mantuvo vivo el Infrarrealismo hasta quemarse. En 1998, con 45 años, Bolaño convirtió en leyenda a sus primeros cómplices literarios en la novela Los Detectives Salvajes. Ganadora de los premios Herralde y el Rómulo Gallegos, tuvo el fervor de la crítica y de los escritores hispanos, hasta situarlo como el tótem de su generación. En Chile, ya se sabe, puso todo en suspenso: cada novela escrita en los 90 fue releída ante la sombra del nuevo invitado a la fiesta.

Cinco años después murió: la madrugada del lunes 15 de julio, Bolaño falleció en un hospital de Barcelona, después más de una década enfermo. Estaba segundo en la lista de espera de un hígado. Para nadie fue una sorpresa que se iba el más desequilibrante narrador hispano de fin de siglo. Autor de libros prácticamente perfectos como Estrella Distante, Llamadas Telefónicas o La literatura nazi en América, o bestias incombustibles como 2666, Bolaño hizo de su obra un trampolín para una levantar una guerra que ganó: haciendo alianzas antojadizas, jugando al niño terrible y fanfarroneando de haberlo leído todo y mejor que todos, reorganizó el mapa de la literatura en español. Por lo menos puso sangre en la mesa. Era un soldado de mil batallas perdidas herido de muerte.

La acción había empezado en Ciudad de México, a mediados de los 70, cuando de la mano de los infras entrenó el papel del kamikaze. Como se sabe, Los Detectives Salvajes es una ficción hecha de puras verdades. Los Infrarrealistas son en la novela los Realviceralistas, Bolaño es Arturo Belano, Santiago es Ulises Lima, Octavio Paz es Octavio Paz, etc., etc. Piel Divina, Felipe Müller, las hermanas Font, Pancho Rodríguez, Laura Jáuregui, Catalina O’Hara, incluso Cesárea Tinajero están inspirados en personas con nombre y apellido. “La novela es tan cercana a la realidad, que los que estuvimos ahí nos reconocemos. Pero todo está tergiversado”, dice Harrington, que insiste en aclarar uno de los tantos mitos: “Yo no soy Juan García Madero”.

Creado en 1975, por Bolaño y Santiago, el Infrarrealismo bebía de todas las vanguardias posibles y se enfrentaba al imperio de Paz en la poesía mexicana. El nombre era una cita a Roberto Matta, que alguna vez había usado el término cuando abandonó el surrealismo: fue un único infrarrealista solitario. “Déjenlo todo, nuevamente. Láncese a los caminos”, pedían los infras en su primer manifiesto, fechado en 1976 y escrito por Bolaño. Eran marginales y temidos. Unos aguafiestas profesionales, que irrumpían en recitales de poesía y lanzamientos de libros, se reían de los anfitriones, se devoraban su comida y se tomaban su vino. El núcleo duro de la pandilla eran 10, quizás 12. Los frecuentaban otros tantos.

Iban de fiesta en fiesta. Nunca a una organizada por la pintora Carla Rippey, que en Los Detectives Salvajes aparece retratada en el personaje de Catalina O’Hara, una artista famosa por sus veladas salvajes. “Es posible que los infras salgan más interesantes y románticos en el libro que en la vida”, dice. “Roberto tenía un don para volver cualquier cosa interesante, tomaba muchas notas y sabía volver mítica la realidad. Creo que, en un principio, hizo el libro como una broma privada entre él y Mario”, agrega Rippey.

Muchos creen que el chileno Harrington, hoy un productor audiovisual con domicilio en la comuna de Ñuñoa, inspiró a García Madero, el poeta de 17 años que narra gran parte de la novela. “Yo era el más chico del grupo”, reconoce. Un día aparecieron por su casa Bolaño y Bruno Montané (Müller en el libro). Por su padre, se habían enterado que escribía. “Léete unos poemas, me dijeron. Roberto fumaba, Bruno miraba a cualquier parte. Leí varios. Ya, agarra tus cosas y mañana te pasas por la Casa del Lago (centro cultural de la Unam), me dijeron al terminar. Ya está. Así entré a los Infrarrealistas”, cuenta.

Harrington, que metía a todos al Impala negro de su padre, se sumó a la rutina de la banda. Se veían todas las semanas en cualquier café barato. A veces, todos los días. “Bolaño siempre iba a expulsar a alguien. Después era readmitido”, cuenta. Y aclara: “En la novela inventa a un personaje que él nunca fue. Nunca fue el aventurero. Roberto era híper inteligente, pero también era desagradable. Además, era mojigato. Bebía cero, no fumaba mota. No hacía nada. Observaba y escribía”.

“Su ‘droga’ era estar días sin dormir, escribir y leer; aprender del silencio de las madrugadas”, dice Montané, que fue su amigo desde los 70 hasta que murió. “Era genial, lúcido y complejo. Recuerdo a Roberto como un tipo entrañable, con mucho humor, cariñoso, pero también podía ser muy depresivo y, dicho en mexicano, podía tener episodios en que mandaba a todo el mundo a la chingada”, agrega.

Lisa Johnson la mandó a la chingada varias veces. Ella también a él. “Fue el gran amor de Roberto”, dice Harrington. Retratada en el personaje de Laura Jáuregui en Los Detectives Salvajes, rondó el grupo de los infras y fue la pareja de Bolaño. Incluso, la llevó a vivir a su casa; no funcionó. En 1979, cuando se publicó la antología Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego, Bolaño incluyó un rabioso poema sobre ella: “Generación de los párpados eléctricos”. Puro despecho. Así empieza: “Ese halo de luz naranja pudo haber sido una gran poeta / esa muchacha que estudia el último semestre de Biología y cena / en el Maxim’s del subdesarrollo y fornica a la medianoche / en un edificio de cristal y vomita en la madrugada con sudores / pudo haber sido una gran poeta”.

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En 1977, Bolaño viajó con Santiago a Europa y, según él, en una estación de trenes de Francia dieron por muerto al Infrarrealismo. El chileno lo contó así en una entrevista a Carmen Boullosa: “En algún momento hubo mucha gente, no sólo poetas, sino pintores y sobre todo vagos y ociosos, que se consideraron a sí mismos como infrarrealistas, pero en realidad el grupo lo integrábamos sólo dos personas: Mario Santiago y yo. Ambos nos vinimos a Europa en 1977. Después de algunas aventuras desastrosas, una noche en la estación de trenes de Port-Vendres, en el Rosellón, muy cerca de Perpignan y de la estación de trenes de Perpignan, decidimos que el grupo como tal se había acabado”.

Desde España, donde Bolaño fijó residencia para siempre, le escribió decenas de cartas a Mario, que éste rara vez contestó. Mientras el autor de 2666 trabajó sin cansancio para levantar una carrera literaria, Santiago puso en práctica ese famoso verso que Bolaño le atribuyó: “Si he de vivir, que sea sin timón y en el delirio”.

Una huella: las cartas perdidas

Primero se lo propuso a Gonzalo Millán, después a Waldo Rojas. Terminaba 1993 y Bolaño, que todavía era un escritor anónimo, les pidió a los poetas que escribieran juntos, los tres, una “enciclopedia abreviada de la literatura nazi en América”. Imaginaba una serie de biografías de autores fascistas, con bibliografías, leyendas, ritos, etc., cubriendo de 1933 a 2009. Pura ficción: “Algo en el espíritu de “Tlon Uqbar Orbis Tertuis”: las imágenes de nosotros mismos en los espejos cóncavos o convexos, pero espejos al fin y al cabo”, le decía a Rojas en una carta, donde añadía su sospecha de que ambos se negarían.

Dos años después, Bolaño le anunció a Rojas que siguió solo con su idea y en enero de 1996 saldrá a la calle el libro La literatura nazi en América. “Me la publica Seix Barral, lo que me pone bastante nervioso”, anota en la carta, una más de una correspondencia de 15 años que mantuvo con el poeta exiliado en París. Parte de ella fue publicada en un número especial de la revista Multitud, hoy disponible online (http://issuu.com/revistamultitud/docs/de_blanes_a_paris). El intercambio empezó a inicios de los 80, cuando el futuro autor de 2666 era un poeta de pasado agitado que intentaba una carrera en Barcelona y buscaba a tiempo completo cómplices literarios. Tenía a su lado a Bruno Montané, con quien montó una serie de revistas efímeras, la más importante Berthe Trépat. Pero Bolaño iba más lejos y enviaba señales por el mundo golpeando las puertas del circuito chileno.

Un volumen desconocido de correspondencia de Bolaño está desperdigado por el mundo completando el retrato de su largo camino a la leyenda. Le escribió a Carla Rippey por muchos años; a Mario Santiago también. A 15, 20, quizás cuantos más. Como a Waldo Rojas, el autor de también le escribió a chilenos como Enrique Lihn, la crítica Soledad Bianchi y contactó a Millán. Desde Barcelona, Girona o Blanes, Bolaño siempre supo su destino: “Mientras tanto, escribo. Tercamente. Amorosamente. No sé qué utilidad pueda tener esto, pero sigo haciéndolo. Te juro que a veces cuesta”, le escribió en 1980 a Bianchi, entonces parte del comité de redacción de la revista del exilio chileno, Araucaria.

Instalado en Barcelona desde 1977, Bolaño sobrevivió más de una década con trabajos mal pagados. Quienes lo frecuentaron en esos días, como Mauricio Electorat, lo recuerdan como un obsesivo enciclopédico, que lo leía todo y sabía cada paso de hasta del poeta más anónimo de Chile o México. También quería que supieran los suyos. En 1979, en sus primeros contactos, le pide a Lihn que le tienda una mano. El autor de La pieza oscura no sabe qué hacer con ese desconocido: “No puedo dar curso a ninguna de las peticiones porque no preparo antologías ni otorgo becas, como no sea por un milagro en que conozca el santo”, le responde.

Su carteo con Lihn empezó en 1979 y terminó en 1983. Como lo cuenta el mismo Bolaño en su relato “Encuentro con Lihn”, él escribió primero. Hoy al resguardo de la Fundación Getty, donde están los papeles del poeta, de las 20 misivas, 14 son de Bolaño. “Aquí en Girona ha llegado el invierno y la paranoia. Mi situación económica es desesperada”, anota el autor de Estrella distante en 1982. Y sigue: “De Chile no sé nada, nada. Completamente fuera de la literatura chilena, y horror, dentro de seis meses cumpliré 30 años. ¿Qué será de mí? ¿Es que seré un Braulio Anguita (sic) del año 2000? Dios no lo permita”.

Pero sí sabía de Chile. En la correspondencia de más de 15 años que mantuvo con Bianchi, Bolaño habla de los poetas de su generación, menciona revistas locales (La Bicicleta) y raras antologías de poesía joven (Poesía para el camino, 1977). Bianchi recogerá poemas suyos en la antología Entre la lluvia y el Arcoíris: algunos jóvenes poetas chilenos (1983). Antes los publicó en Araucaria en 1982; él nunca entendió bien qué era un poema del exilio. Se lo planteó así a Bianchi en una carta de 1979:

“¿En qué medida no están más exiliados ciertos artistas chilenos que viven y trabajan en Chile, con toda la represión cultural, política, económica, que muchos de los que están afuera? ¿o aquellos que murieron antes del golpe y que toda su vida, transcurrida mayormente en Chile, estuvo marcada por una entrada y salida, intermitente, de las zonas que podrían reconocerse objetivamente como el exilio? En el primer caso, Jorge Teillier y Floridor Pérez, que yo sepa, todavía andan por allá y escriben unos versos hermosos; en el segundo, estarían Violeta Parra y Pablo de Rokha, dos ‘almas errantes’ de quienes poco sabemos, aparte del tinglado floclórico y anecdótico montado sobre sus cadáveres”.

A la larga, sería amigo de Bianchi: en 1992 le envió una primera versión de su definitivo libro de poesía, La universidad desconocida. Ella aún lo guarda, junto otra decena de papeles, cartas y revistas del escritor. También se hizo amigo de Waldo Rojas, a quien en junio 1993 le escribe desde el Hospital del Valle Hebrón (donde morirá 10 años después). Le han hecho una endoscopía, examinando el interior de su vesícula y su colédoco “como un detective en busca de un serial killer”. Y agrega: “Mi doctora favorita dice que aún no moriré. Puedo escribir un par de novelas más”.

Siempre fiel a la poesía, desde inicios de los 80  Bolaño también escribe novelas: en 1984 le cuenta a Bianchi que trabaja en las novelas El Espíritu de la Ciencia Ficción (inédita), La Pista de Hielo y La Estrategia Mediterránea. Esta última fue publicada 2010, siete años después de su muerte, bajo el nombre de El Tercer Reich. Fue la primera novela póstuma editada sobre la cual Bolaño no dejó instrucción alguna. Estaba ahí entre sus papeles, no del todo lista. Fue su esposa, Carolina López, quien resolvió ponerla en la calle. Fue también la presentación en sociedad del agente que hoy lleva la obra de chileno, Andrew Wylie.

Juegos de guerra

A veces pasaba 10 ó 12 horas frente a un tablero. Jugaba a la guerra. Tiraba los dados, movía las piezas y ensayaba estrategias para reescribir la historia. Comandaba pequeños batallones de papel que echaba a pelear, por ejemplo, por la Europa de los 40,  en mapas de cartón. Se ponía en el papel de los Aliados, otras se vestía del Eje, y desplegaba nuevos escenarios bélicos para la Segunda Guerra Mundial. O para la Guerra Civil Española. O para la Guerra de Secesión de EEUU. Bolaño jugaba solo, con algunos amigos en Blanes o por correspondencia. Dicen que estuvo obsesionado. “Si no hubiera sido escritor, habría sido general”, bromeó alguna vez. Dicen que a mediados de los 80, enviciado con los wargames que coleccionaba, pasó varios meses sin escribir ni una palabra. Difícil creerlo.

Cuesta imaginar a un Bolaño capaz de detener el caudal literario en que vivía. Al menos, apuraría un poema mientras esperaba su turno en el juego o planeaba un contraataque. Hizo otra cosa: escribió una novela sobre su obsesión. Corre la segunda mitad de los 80, es un escritor escondido en Blanes, un pueblo frente al Mediterráneo, que apuesta por concursos literarios y en verano lleva la tienda de bisutería de su madre. Lo mantiene su mujer, Carolina López. Como siempre, su vida se abre paso en su literatura. Los juegos de guerra pasan a ser la ocupación profesional de Udo Berger, el protagonista de El Tercer Reich, novela que terminó en 1989 y guardó en un cajón, mecanografiada. Antes de morir, alcanzó a pasar al computador 60 páginas. Pocos sabían que existía.

Se supo en la Feria del Libro de Francfurt 2008: había otro libro de Bolaño. El secreto del mal, la colección de relatos ensamblada por Ignacio Echevarría, y el volumen de poesía La universidad desconocida, esos dos libros publicados póstumamente (ambos en 2007), en realidad no habían agotado la cantera del autor de Los detectives salvajes, como alguna vez se dijo. La sorpresa, no tan inesperada en verdad, fue la carta con la que debutó el poderoso y temido agente Wylie en la representación de la obra de Bolaño, marcando definitivamente el estallido planetario del escritor. El libro que se transó en la feria alemana era El Tercer Reich.

La novela fue publicada el 4 de febrero en España. En poco más de 350 páginas recoge el diario del joven alemán de 25 años, Udo Berger, durante sus vacaciones en la Costa Brava española junto a su novia, Ingeborg. “Sin pecar de exagerado creo que estoy en el mejor momento de mi vida”, anota a poco andar Udo, que pretende aprovechar el viento del Mediterráneo para terminar un ensayo en que expondrá una “variante inimaginable” para ganar el juego Tercer Reich, sobre la Segunda Guerra Mundial. Aún no sabe que ahí, en el Hotel Del Mar, ingresará a una pesadilla. Absolutamente lineal, como pocas novelas de Bolaño, El Tercer Reich narra la inquietante difuminación de los límites entre un juego de guerra y la vida real.

A inicios de los 80, Bolaño y Antoni García Porta se veían prácticamente todos los días. Daban vueltas por Barcelona, tomaban café con leche, leían los inéditos del otro, fracasaron al intentar escribir un guión juntos, pero lo consiguieron con una novela, Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce. Cuando Bolaño se mudó a Blanes dejó de ver tan seguido a García Porta, pero mantuvieron cierto contacto. Entre cartas y llamadas telefónicas, Bolaño empezó a insistir en algo: pedía juegos de guerra. Entonces, García Porta seguía instrucciones y entraba a tiendas, preguntando por wargames como Auge y Caída del Tercer Reich o World in Flames, ambos sobre la Segunda Guerra Mundial.

En 2000, consultado por cuál era su mayor extravagancia, Bolaño confesó: “Mi gran colección de wargames de mesa y mi pequeña colección de wargames de computador”.

En el peak de su obsesión, Bolaño llegaba a la casa de García Porta, no siempre para verlo a él. “En realidad, se quedaba horas y horas jugando con mi hijo”, recuerda el español. El hijo, Joel, de 33 años, lo confirma: “Cuando pasaba por casa nos íbamos al computador”, cuenta. “Él siempre quería ganar, daba igual que yo fuera un niño o un adolescente. Ganar era importantísimo para él. Los juegos eran una pequeña obsesión”, añade.

Antes que los juegos, su obsesión era la Segunda Guerra Mundial. Bruno Montané cuenta que a él no le pedía tableros sino libros: novelas de guerra y biografías de generales, como el mariscal soviético Georgi Zhúkov, clave en la contención del avance Nazi. “A Roberto le interesaban los juegos de estrategia como un reflejo de la historia. O de la posibilidad de la historia. Y por su interés en la Segunda Guerra, que la veía como una historia humana del horror. El entendió esos juegos como estructuras narrativas”, dice Montané.

Para Udo, en El Tercer Reich, los juegos de guerra son una forma de vida. O podrían serlo. Campeón de Alemania, en las vacaciones practica para enfrentarse al norteamericano Rex Douglas en Francia y escribe su variación sobre El Tercer Reich. Si todo va bien, podrá dejar su trabajo en Stuttgart y ganarse la vida escribiendo para revistas especializadas en wargames. No todo irá bien. En el hotel Del Mar, donde pasó varios veranos junto a su familia en la niñez, Udo se reencontrará con Frau Else, dueña del lugar. Y se enamora de ella. Paralelamente, Udo e Ingeborg conocen a otra pareja alemana, Hanna y Charly. A través de ellos, llegarán al Lobo y el Cordero, dos buscavidas españoles, oscuros, que los conducirán por la noche salvaje de la Costa Brava. Y les presentarán a El Quemado.

En adelante, el perfume fresco de las primeras páginas de El Tercer Reich lentamente se transformará en un olor nauseabundo, denso y perturbador. Udo va y viene entre Ingeborg, los nuevos amigos, los juegos de guerra. El Quemado terminará por robarle su atención. Fisicoculturista aficionado, se gana la vida arrendando pequeños botecitos de paseo en la playa. Todas las noches los ordena para construir un refugio, donde duerme. Su nombre se debe a que “gran parte de su cuerpo está horriblemente quemado”.Latinoamericano y lector de poesía, El Quemado podría ser un exiliado torturado. Quiere venganza.

Como la mejor novela policial, pero sin asesino, El Tercer Reich encierra un misterio que obliga a pasar las páginas tan rápido como en Estrella Distante. A ratos, sin embargo, el tono sólo se parece el de La Pista de Hielo. Todas las manías de Bolaño están ahí: la aventura, los secretos, la posibilidad del horror, el eco del fracaso político latinoamericano, la Segunda Guerra Mundial. A cambio de los escritores, el gremio de los jugadores de wargames. Sin embargo, Bolaño tuvo sus dudas.

“No te metas en los juegos, es un rollo pantanoso. Te metes y no sabes como salir”, le advirtió a García Porta. En una carta de 1986 le cuenta a Montané que está escribiendo una novela llamada Estrategia Mediterránea (la estrategia en que trabaja Udo) y “le da muchos dolores de cabeza”.  De hecho, la consideró muy larga para presentarla a concursos literarios. La guardó. En ese sentido, prefería La Pista de Hielo, de 1986, que sí echó al ruedo de los certámenes.

Montané agrega algo más: “Roberto comentó a gente amiga que era un proyecto fallido”. Acaso por eso Bolaño prefirió desempolvar Amberes, escrita en 1980, en lugar de El Tercer Reich. García Porta duda: “Desde el año 99 pensamos en reeditar Consejos… (2006) y lo fuimos dilatando porque él quería guardarla: ‘El día que yo no pueda escribir por mi enfermedad, entonces iré sacando todo este material que tengo’. Él preveía que pasaría alguna temporada sin escribir, aún en el caso de que el trasplante de hígado fuera muy bien. Al menos, le pagaría lo mínimo para ir subsistiendo. Quizás pensaba igual con esta novela”.

Puede ser. Alcanzó a pasar 60 páginas en el computador que compró en 1996. Tenía otra urgencia. Con la muerte pisándole los talones durante los 90, Bolaño se dedicó a escribir todos los libros que tenía en la cabeza. Los detectives salvajes, 2666, etc. Los juegos de guerra encontrarían un lugar en noches de insomnio frente al computador. El tablero, los dados, las fichas y los mapas están en El Tercer Reich como las pruebas del Bolaño que jugó en el pasado ensayando la literatura del futuro.

Una novela endemoniada

La Estrategia Mediterránea -o El Tercer Reich– no fue el único proyecto que Bolaño dejó en suspenso. Menos avanzada que ella, llevó muy lejos Los Sinsabores del Verdadero Policía, un proyecto de muchos, seguramente un cajón de sastre, quizás un camino sin salida que encontrará un escape en 2666. La novela se publicó en 2011, nuevamente por decisión de López, que encontró su manuscrito en hojas impresas del computador en cuatro carpetas. Los textos habían sido corregidos a mano.

Más que una narración lineal, Los sinsabores del verdadero policía opera caleidoscópidamente reflejando zonas de Estrella distante, Llamadas teléfónicas, Los detectives salvajes y 2666. Su título aparece a lo largo de 15 años en documentos del escritor. En 1984 Bolaño golpeó la puerta de la reconocida agencia literaria de Carmen Balcells. Se negaron a representarlo. La carta en que le decían que no, fechada en junio de ese año, añade que “hemos tomado buena nota de sus cuatro proyectos: Diorama, Los sinsabores del verdadero policía, El espíritu de la ficción y Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce”.

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Después de 1984, es Bolaño quien vuelve a mencionar el libro en una nota personal de 1990: es el primero de una lista de cinco “proyectos literarios”. Después son mencionados El enemigo público número 1,  Mi amigo del romero (que luego pasaría a ser Estrella distante), La argentinita y, de nuevo, El espíritu de la ciencia ficción. Por esos días, Bolaño ya estaba instalado en Blanes y sólo se dedicaba a escribir. Había intentado ganarse la vida como guardia de un camping, vendiendo bisutería en la calle y, por apenas dos días, como mayordomo. Era su mujer quien lo mantenía, aunque a veces ganaba dinero en algún concurso literario.

En 1993 publicó los poemas de Los perros románticos, y su primera novela, La pista de hielo. Aún era un latinoamericano pobre sin permiso de trabajo -aunque sí de residencia- en España. En 1995, Bolaño le escribe a su amiga Carla Rippey. Le informa de sus planes y vuelve a mencionar Los sinsabores… También menciona una palabra clave de 2666: Santa Teresa.

“Escritura, literatura, qué hacer, qué hacer. Desde 1977 estoy escribiendo un libro de poesía titulado La Uuniversidad Desconocida, tiene más de 500 páginas. Cada semana sufre una mutación. Mi computadora me ha prohibido terminantemente que lo meta en el disco duro. Novela: desde hace años trabajo en una que se titula Los sinsabores… y que es MI NOVELA. El protagonista es un viudo de 50 años, hija de 17, que se va a vivir a Santa Teresa, ciudad cerca a la frontera de los USA. 800 mil páginas. Un enredo demencial que no hay quién lo entienda. El resto, trabajos para ganar dinero sin vender mi alma al diablo”.

Entre los papeles del escritor, también fue hallado una listado de los personajes que van a figurar en Los sinsabores… Son más de los que finalmente aparecerán en el libro. Es un documento impreso desde el PC, que luego tuvo dos anotaciones manuscritas de Bolaño. “El policía es el lector que busca en vano ordenar esta endemoniada novela”. Y también: “El verdadero policía busca la invisibilidad”.

Para el crítico Ignacio Echevarría, no se trata de una novela. El editor de 2666 y Entre Paréntesis (también de las Obras Completas de Parra), alejado del círculo de López, cree se trata de un texto fallido: “Los sinsabores del verdadero policía es un título que Roberto manejó durante muchos años. Como ocurría con otros títulos, eran frases con las que él se encaprichaba y que iban asociadas a una pequeña idea, pero que podían tener muchos contenidos. “Los sinsabores del verdadero policía” es uno de los más viejos y bajo el cual, tengo entendido, hizo varios intentos de escribir una novela. Sólo puedo decir con toda seguridad que no es un texto acabado, que no es una novela como El Tercer Reich. Es un texto en marcha inacabado”, dice.

Como sabemos, no todos fueron proyectos inconclusos. En 1995, le envíó a Waldo Rojas el manuscrito de Estrella Distante y de vuelta recibió elogios que lo dejaron “anonadado”. La novela surge del capítulo final de La literatura nazi en América. Carlos Wieder –antes llamado Carlos Ramírez Hoffman-  es el portador del horror de la dictadura. Al mismo tiempo, es un asesino y un artista patriota. Un poeta del cielo, un héroe de la Junta Militar. Como La Pista de Hielo, también toma la forma del policial. Fue publicada en 1996 e inició la relación de Bolaño con Anagrama. El editor del sello Jorge Herralde cuenta así el origen:

“Recibimos un manuscrito de Bolaño titulado La literatura nazi en América en verano de 1995. Lo enviaba para concursar al Premio Herralde de Novela de dicho año. Lo leí y me pareció muy interesante, pero antes de que se reuniera el jurado del premio (que se fallaba, como siempre, el primer lunes de noviembre) recibimos una carta suya retirándolo del premio, ya que lo había enviado a otra editorial y le habían pasado una oferta. Naturalmente me sorprendió ya que, independientemente del premio, me hubiera gustado publicarlo. Le escribí y le dije que lo lamentaba, pero que si venía a Barcelona me gustaría conocerlo. Me contestó y muy pronto pasó por Anagrama y nos conocimos. Estuvimos horas charlando, me dijo que se sentía un autor de Anagrama, ya que admiraba a muchos autores del catálogo, desde Perec y Nabokov hasta Pitol, Piglia, Marías, Vila-Matas y tantos otros, entre ellos a J. Rodolfo Wilcock, autor de La sinagoga de los iconoclastas, una de las inspiraciones de La literatura nazi en América. Poco después me envió Estrella distante, una novela breve que me pareció una obra maestra y así empezó nuestra relación. En 1996 aparecieron La literatura nazi en América en Seix Barral, donde la había detectado un lector tan excelente como Pere Gimferrer, y unos meses después Estrella distante en Anagrama”.

Al año siguiente, publicó el libro de cuentos Llamadas telefónicas. Además del inolvidable “Sensini” (donde Bolaño descubrió que el argentino Antonio Di Benedetto sobrevivió en los 80 ganando concursos literarios de poca monta en España), el libro trae el relato “Detectives”. Una historia real y decisiva para la leyenda de su biografía: dos miembros de la Policía de Investigaciones recuerdan en una conversación cuando intervinieron para liberar a un viejo compañero de colegio, Arturo Belano, detenido pocos días después del 11 de septiembre de 1973. El hecho es estrictamente cierto: al regresar desde México a Chile para participar en la UP, Bolaño se encontró a las puertas del Golpe Militar. Fue detenido por sospecha en la estación de buses de Los Angeles. En el calabozo fue divisado por dos amigos de infancia convertidos en policías, quienes lo salvaron de las garras de la dictadura.

Como en los 80, a inicios de los 90 Bolaño quiere cómplices y lectores. Cuando muere Juan Luis Martínez, en 1993, le escribe una sentida carta a Waldo Rojas. “Su muerte me dejó helado”, dice. En 1997, en otra carta a Rojas, pasa revista a lo que él sabe de literatura chilena de fin de siglo: lo ha “conmovido” la reciente muerte de José Donoso, ha leído “cosas buenas, otras malas” de la Nueva Narrativa Chilena, quiere leer a Pedro Lemebel (“haber pertenecido a las Yeguas de la Apocalipsis recubre a cualquiera con un manto irreparable de tristeza, estrellas, desolación, desafío, etc.”), cree que el Premio Nacional de Literatura para Miguel Arteche es una broma, asegura que el panorama de la poesía chilena es “desolador”. Le adelanta a Rojas que está escribiendo una “novela río”, probablemente Los Detectives Salvajes. Sospecha que lo “sacará de pobre”.

El 10 de enero de 1998, Mario Santiago murió atropellado en Ciudad de México. Llevaba algunos días lejos de todos. Una vida “sin timón y en el delirio” en esos años también fue una vida alcoholizada. Santiago, el verdadero salvaje de todo este cuento, escribía compulsivamente en hojas sueltas, servilletas, boletas, etc. Recién en 1995 publicó su primer libro, Beso Eterno: era un largo poema de 26 páginas en las que homenajeaba a  Miles Davis, William Burroughs, André Breton y George Bataille. Salieron 200 copias. “Mi vida ha sido un búmeran lanzado al esternón donde reside el sabor hirviente del caldo de la tribu”, se leía. Mario Santiago Papasquiero –nacido como José Alfredo Zendejas, en 1953-  murió un día antes de que Bolaño terminara de corregir Los Detectives Salvajes.

Alabada mil veces acá, allá y más allá, Los detectives salvajes fue leída por Enrique Vila-Matas como una “grieta que abre brechas por las que habrán de circular las nuevas corrientes literarias del próximo milenio”. Tras su publicación, Bolaño pasó paulatinamente a un primer plano y con las luces enfocándolo reivindicó la aventura como materia literaria, nos convenció de que ser escritor podía ser peligroso, exigió volver a la poesía, etc., etc.  Antojadizo y arriesgado, fue explícito para nombrar a sus aliados aunque algunos lo negaran: César Aira, Javier Marías, Javier Cercas, Rodrigo Rey Rosa, Horacio Castellanos Moya, Rodrigo Fresán, Daniel Sada, Ricardo Piglia. Cuando vino a Chile, vino a pelear: a Isabel Allende, a Donoso, a Diamela Eltit, a todos les disparó. Dejó sin respiración a la Nueve Narrativa. Fue un balde de agua fría que lo congeló todo.  Cuando llegó el descongelamiento, todo era diferente.

El año en que perdió la batalla

“Sospecho que en 1980 nadie, en Chile y la mitad oeste de Argentina, escribía como yo”, anotaba Roberto Bolaño el 9 de julio de 2002, en un mail para un amigo chileno. Hablaba de Amberes, una novela oscura y experimental que publicaría pocos meses después. La rescataba para ganar tiempo. Tenía algo más importante entre manos: 2666. Bolaño llevaba más de un año trabajando casi exclusivamente en esa novela gigantesca que cerraría su obra. Escribía contra el tiempo. Según sus cálculos, pronto saldría de circulación por varios meses, cuando lo sometieran a un trasplante de hígado. Antes de entrar al quirófano, quería dejar lo más cerca del final el relato sobre los asesinatos en Ciudad Juárez. Casi lo logró. Antes llegó la muerte: un año después Bolaño falleció.

Después de 12 días sedado en la UTI del Hospital Valle de Hebron, de Barcelona, el autor de Los detectives salvajes murió la madrugada del martes 15 de julio de 2003. Aún eral lunes 14 en Chile. Gigante en vida, después de muerte su leyenda cruzó fronteras. En EE.UU. prácticamente desató una fiebre: el mix de biografía y obra tiraron de rodillas a los gringos. En parte, su estatus quedó fijado en su último año: alabado por la crítica británica y francesa, en su agenda se acumulaban las invitaciones para ferias de Europa y Latinoamérica; sus pares -Jorge Volpi, Fresán, Iván Thays y otros- lo iban a proclamar su tótem en un encuentro en Sevilla. Un año público agitado que, en privado, fue mucho más intenso: a la escritura casi febril de 2666 se sumó el quiebre definitivo de su matrimonio y, sobre todo, el avance sin pausa de la enfermedad.

“El otro día, sin ir más lejos, me desmayé en el tren”, le contó en un mail a su amigo Andrés Braithwaite (editor de Bolaño por sí Mismo), hacia fines de agosto de 2002. Es la cuenta regresiva de su hígado. Enfermo desde inicios de los 90, no fue sino hasta enero de 2002 que Bolaño decidió por fin apuntarse en la lista de espera por un trasplante. En tanto, cuidó las comidas y escribió, escribió y escribió. “2666 es una novela tan bestial, que puede acabar con mi salud, que ya es de por sí delicada”, había dicho en 2001 a la revista Qué Leer .

Probablemente después de publicar Los detectives salvajes (1998) empezó a organizar el material de 2666, pero no fue sino hasta abril de 2001 que comenzó a escribirla. Antes ya se había contactado con el periodista mexicano Sergio González Rodríguez, quien le entregaba datos técnicos de los crímenes en Ciudad Juárez. Lo único que desvió su atención fueron los libros Una novelita lumpen Amuleto.

Hubo más cosas: le pidió a Braithwaite que le enviara Umbral, de Juan Emar, y todos los “incunables de Lihn” que encuentre. No puede evitarlo y, al teléfono desde Blanes, salta a la polémica por el Premio Nacional de Literatura chileno: “Isabel Allende es una escribidora”, dice, pero la prefiere a ella que a Volodia Teitelboim, quien lo ganará.

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Paralelamente, desde Francia, donde se publican Estrella distanteNocturno de ChileAmuleto, llegan las primeras sinopsis de su asalto al mundo: “Asombroso”, lo llama Le Monde, mientras Libération y Les Inrockuptibles lo toman por el heredero de Borges y Cortázar. No le importa demasiado: “Parece que mis libros están siendo bien entendidos, por lo menos en Francia, Alemania e Italia, donde me han comprado toda mi obra y va a ir apareciendo completa en los próximos años. Pero, para serte franco, la recepción me da lo mismo. Con sólo publicarlos ya me doy por satisfecho”, le escribe a Braithwaite.
Por esos días, en el verano europeo, Bolaño se queda por las noches con cada vez más frecuencia en su estudio, en la Calle del Loro. No es sólo por la escritura de 2666. La relación con su esposa, Carolina López, está fría. Llevaban un par de años con problemas, pero seguían viviendo juntos. El escritor ya está con Carmen Pérez de Vega, a quien presenta como su “novia”. Bolaño conoció a Pérez de Vega en 1997, en un viaje en tren desde Pamplona a Barcelona y, lentamente, se transformó en una pareja estable. En cualquier caso, nunca se separó oficialmente de su mujer, madre de sus dos hijos: Lautaro y Alexandra. Pero se fue de casa. Primero buscó algo en Barcelona; no encontró nada. Se le cruza la idea de comprar una casa en el campo. Finalmente, es López quien halla lo que busca: un piso en la rambla Joaquím Royra, en Blanes, al que se mudará en febrero de 2003. Solo.

“¡Colédoco maldito!”, solía decir, refiriéndose al conducto de su hígado que cada tres semanas lo obligaba a exámenes y exámenes. En octubre publica Amberes y desiste de venir a la Feria del Libro de Santiago. En diciembre recibe en su casa a su lazarillo en Ciudad Juárez, González Rodríguez. Apenas hablan de 2666, recuerdan el D.F. de los 70. El mexicano, de hecho, le lleva un café de La Habana, la cafetería mexicana favorita del escritor. Es tarde: Bolaño ya no toma café. No puede.

En febrero de 2003, poco después de sufrir una hemorragia, Bolaño cruza la frontera y viaja a Londres para lanzar By night in Chile. Es su primera traducción al inglés. De vuelta a España lo esperan exámenes. Le dice a Braithwaite que el trasplante viene en camino: “Mi cuerpo es utilizado, día sí, día no, como conejillo de Indias. El trasplante se avecina, digamos, como una crecida del Bío-Bío. Por ahora sólo se escucha el rum rum, pero dentro de poco mejor no te cuento. Menos mal que sé nadar”, anota.

Poco después, otra hemorragia lo tumba. Toma una decisión radical: suspende la escritura de 2666. “No estoy para hacer el trabajo que exige. Son más de mil páginas que tengo que corregir, es un trabajo como de minero del siglo XIX, como en Subsole. Procuro ahora hacer un trabajo más reposado. Voy a corregir la novela sólo después de la operación”, dice.

Aunque su enfermedad corría como un rumor, sólo el 18 de abril la hace pública en una entrevista que le concede al crítico Rodrigo Pinto. Cuenta del trasplante, del cansancio, los desmayos. No cuenta que pasó la Semana Santa en vela: en un accidente carretero podía estar su hígado. Diez días después cumple 50 años y en esa fiesta no está su esposa, sí Pérez de Vega. Justo antes, en una comida se reencuentra con Enrique Vila-Matas, con quien llevaba tres años distanciado. La cena los acerca. Algunas semanas después, intentará lo mismo con Javier Cercas.

En mayo de 2003, le pidió a Carla Rippey el teléfono de Lisa Johnson. Quería ubicarla. Quería hablar con su amor de juventud. Ella prefirió no recibir llamadas del pasado.

El hígado acorrala a Bolaño. Aparecen náuseas. Junio lo pasa entrando y saliendo del hospital, preparándose para el trasplante: está tercero en la lista. Su tipo de sangre, B negativo, es escaso. “Es un tipo de sangre que tienen los que han escrito Los detectives salvajes”, bromea. En Chile, cuenta Marcial Cortés Monroy, un grupo de amigos intenta lo imposible: buscar un órgano para el escritor. Las gestiones llegan hasta el ministro de Salud de la época, Pedro García. Imposible. Viajar está descartado.

Pero viaja: el 25 de junio llega a Sevilla para asistir al I Encuentro de Escritores Latinoamericanos. Le quedan 20 días de vida, pero entre Fresán, Volpi, Thays, Santiago Gamboa y otros, se mueve sin pausa y con el humor de ser el protagonista. “Un imprescindible”, fue llamado Bolaño en la cita por todos los presentes, recuerda Thays, que en el día final lo vio pálido y con la mirada perdida.

“Yo soy de los que creen que el ser humano está condenado de antemano a la derrota, a la derrota sin apelaciones, pero que hay que salir y dar la pelea y darla, además, de la mejor forma posible, de cara y limpiamente, sin pedir cuartel (porque además no te lo darán) e intentar caer como un valiente, y que eso es nuestra victoria”, dijo en una entrevista a El Mercurio, que concedió por esos días.

El lunes 30 de junio llegó a las oficinas de Anagrama. Estuvo varias horas, habló con todo el personal, incluida Teresa Ariño, revisora de sus manuscritos. Al final se sentó con Herralde y, de improviso, le entregó un disquete con un volumen de cuentos, titulado El gaucho insufrible. Ahí aparece la conferencia “Literatura + Enfermedad = Enfermedad”, un ensayo testimonial sobre la insuficiencia hepática que padecía. Había armado el libro en pocas semanas, pero no había olvidado 2666: ese día le comunicó a Herralde que sería una pentalogía, cinco novelas independientes. Sólo la última –“La parte de las Muertos”- aún no estaba del todo concluida.

Horas después, ya vuelta en Blanes, Bolaño sufrió una nueva hemorragia. Una grave. El 1 de julio fue hospitalizado en el Hospital Valle de Hebrón. Ingresó directamente a la UTI. Al tercer día cayó en una nebulosa de sedantes de la que no regresó.

 

Couve puertas adentro

enero 7, 2014

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Antes de leer a Adolfo Couve, lo vi en la tele. Fue en una entrevista que le hizo Cristián Warnken, en el tiempo en que La Belleza de Pensar forjó su reputación en ARTV. Yo seguía a Warnken con alguna religiosidad y tengo bien grabado en la memoria las veces en que llevó a Jorge Teillier, Armando Uribe o  Diego Maquieira. Sobre todo recuerdo a Couve, un hombre de apariencia frágil, mirada esquiva y una intensidad agotadora: sufría buscando algo parecido a la perfección. Eso me pareció a mí, que miraba el televisor hipnotizado por ese hombre de gorra que vivía en Cartagena,  pintaba o escribía, admiraba a los clásicos y únicamente a los clásicos. Tiempo después se suicidó, se ahorcó la madrugada del 10 de marzo de 1998.

Poco después de su muerte creo que haber leído Cuando Pienso en mi Falta de Cabeza. Después leí desordenadamente Picadero, La Lección de Pintura y La Comedia del Arte. Nunca me interesaron demasiado. Creo que su escritura me pareció cerebral o anémica. Yo debo haber estado buscando sangre y en la controladísima prosa de Couve no la encontré. Salvo esa imagen de Couve en la televisión bordeando el éxtasis al pensar en la belleza como un camino a la verdad, nunca me interesó mucho. O sí, lo que a todos le interesaba: su rareza.

En 2008 viajé a Buenos Aires y en una conversación con el editor de Seix Barral Alberto Díaz, hablamos de Carlitos. Yo algo sabía de él, algo confuso: Carlos Ormeño era, a la vez, el empleado y el amante de Couve. Era, además, un secreto a voces en la vida del escritor que nadie podía o quería explicar bien. Díaz me contó que tras la muerte de Couve, Carlitos llegó a Buenos Aires con una buena cantidad de dinero, arrendó un departamento y rápidamente entró en el circuito gay porteño.  Me contó que trató de aconsejarlo, que se alejara de los chupasangres, que cuidara su dinero, etc. Me contó que hubo altibajos.

En esos días The Clinic publicó una entrevista a Carlos Ormeño y contó la historia entre ambos. Siendo niño, seis o siete años, Carlos fue acogido por Couve quien lo llevó a vivir con él a Cartagena como si fuera su hijo. Lo cuidó como a uno hasta que en algún momento se enamoraron y se convirtieron en amantes. Cuando el escritor se suicidó, Carlitos tenía 25 años y estaba con él. Nunca se separaron. La historia tiene muchos grises, algunos especialmente oscuros y es difícil de creer que por ahí no pasara algo de abuso. Parece sacada directamente de algún libro de José Donoso. A la larga pasará lo inevitable: la intensa y desesperada vida de Couve puertas adentro nos parecerá mucho más interesante y literaria que sus textos corregidos hasta la perfección. Quizás ya está pasando.

A propósito de los 15 años de la muerte de Couve y la edición de sus Obras Completas vía Tajamar, en agosto pasado conversé con Carlos Ormeño. Publicamos esto en La Tercera. (la foto viene de acá http://www.letras.s5.com/couve26.htm)

Los últimos días de Adolfo Couve

A 15 años de la muerte del artista, se lanzan sus obras completas. Carlos Ormeño, hijo adoptivo y compañero, relata su intensa vida literaria y cómo la depresión lo llevó al suicidio.

Ese año no quiso volver a dar clases. Tras décadas como profesor de pintura en la Universidad de Chile, Adolfo Couve dijo al teléfono que no regresaría a la escuela. No podía. Había sido un verano duro. El peor de todos. La depresión que siempre lo acechó, en esas vacaciones lo arrinconó como nunca. Después de muchas reescrituras, había terminado la novela Cuando pienso en mi falta de cabeza y estaba seguro que era su réquiem. También estaba seguro que sería olvidado. La noche del 10 de marzo de 1998 se enteró de que había un plan familiar para internarlo. Horas después se suicidó. «Yo me muero por el arte», había dicho poco antes.

Bicho raro entre los artistas chilenos, Couve fue un dogmático escritor realista y un influyente pintor seducido por la mancha. Fue también un intenso obsesionado con la belleza que, agotado del ruido de la ciudad, se instaló en Cartagena a mediados de los 70. Apenas se asomaba por Santiago para dar clases. Separado, padre de una hija, el autor de La lección de pintura vivió acosado por una depresión que a fines de los 90 no le dejó salida. Lentamente, se aisló del mundo. En sus últimos días, su única compañía era su perro, el Moro, y por supuesto, Carlos Ormeño. «No te olvides, Carlitos -le dijo antes de quitarse la vida-, yo muero por el arte».

Parte de la vida íntima de Couve y fuente de leyendas, Carlos vivió junto al artista desde los 10 años y lo acompañó hasta el momento de su muerte. Fue su hijo, también fue su amante. «Con Adolfo tuvimos una relación muy especial. Yo era la única persona en quien confiaba. Con el tiempo se creó una dependencia terrible que nos llevó a aislarnos del mundo», dice Carlos a La Tercera, a 15 años de la partida del escritor.

En las próximas semanas, Editorial Tajamar publicará una nueva versión de sus obras completas, que incluirá sus textos sobre arte (editados en 2005 por la UDP) y sus 11 concisas novelas publicadas entre 1965 y 1998: el testimonio de una rigurosa apuesta estética que a ratos, como cree el argentino César Aira, rozó la perfección.

Un réquiem
Hoy de 40 años, Ormeño cuenta que Couve prácticamente lo crió. «Yo andaba por la calle, porque era un niño pobre, no tenía nada», recuerda. El autor lo vio desde su departamento en Miraflores, en el centro de Santiago, y luego se hicieron amigos. Al poco tiempo, lo llevó a vivir con él, a su casa en Cartagena, con permiso de su madre. Su padre había muerto tras el gobierno militar. «Fui su hijo adoptivo de mentira. El siempre me pedía que fuera su hijo legal, pero yo no quise cambiarme el apellido de mi papá. Ese fue un dolor grande para Adolfo», dice Carlos, que desde chico leyó novelas de Balzac o Capote que le pasaba Couve.

Primero con profesores particulares («Adolfo no quería que me separara de su lado, creía que me podía pasar algo») y luego en el colegio, Carlos Ormeño terminó su educación y estudió Arte en la U. de Chile, con Couve entre sus profesores. En ese tránsito, la relación cambió. «Sí, tuvimos una relación de pareja. Más que eso: él era un todo para mí. Era mi papá, mi amigo, mi maestro, mi pareja. Yo también para él era todo», dice. «Pero quiero dejar en claro que no hubo abuso, no hubo pederastia. Yo quise estar con él. Nadie me obligó, me podría haber ido», agrega.

Carlos Ormeño jamás se fue. Llevaba las riendas de la casa de Cartagena y seguía a diario la rutina impuesta por Couve: levantarse a las nueve de la mañana, desayunar, salir a caminar con el Moro, almorzar, dormir una siesta. Luego, cada uno a su taller. Adentro, Couve daba una batalla por la perfección. No con la pintura: la había dejado y retomado, le salía tan fácil que, según Carlos, «la odiaba». La escritura le fascinaba por su dificultad. «Vivía su escritura a concho, se enfermaba. Pasaba toda la noche, siete, ocho horas escribiendo y cuando no le gustaba lo quemaba: «Esto no vale nada». Tenía que llegar a un punto de perfección. Síntesis, síntesis», dice Ormeño.

Después de La comedia del arte (1995), una novela sobre el callejón sin salida de la pintura tradicional en clave de sátira, Couve continuó con una segunda parte, Cuando pienso en mi falta de cabeza. Fue una guerra de corrección, que terminó en un manuscrito de menos de 50 páginas. Paralelamente, la depresión lo arrinconaba. «Esa fue la novela que lo mató», dice Carlos. «Era su epílogo. El mismo lo decía: «Mi réquiem es esta novela»», agrega.

En esos días, la paranoia de Couve se disparó: creía que su comida estaba envenenada y Carlos Ormeño debía probarla antes que él. Casi no dormía. No se medicaba, apenas llamaba por teléfono a un primo psiquiatra. No tenía dudas del valor de su obra literaria, pero sospechaba que lo olvidarían: «Nunca más se van a acordar de mí, a la gente como nosotros nos olvidan fácilmente», le dijo a Carlos, que explica su temor así: «Después de su muerte se iba a saber que era homosexual, aunque siempre se supo, pero nunca se dijo. Para él eso era terrible. Odiaba ser homosexual».

Alrededor de dos semanas después de terminar Cuando pienso…, Couve se colgó en el baño de su casa, al amanecer. «Ya no hay nada de mí acá», le había dicho a Carlos, quien había conseguido más de una vez detener sus intentos de suicidio. Cuenta que después de la muerte de Couve le entregó a la familia del escritor todo lo que éste le dejó y se fue a vivir a Buenos Aires.

Estuvo allá casi 10 años. Hoy vive en Santiago y trabaja para el Parque del Recuerdo, escribe y reescribe una novela y no es raro que le lleguen propuestas para contar su historia con Couve: le dijo que no a Raúl Ruiz. Le dijo que sí a la fotógrafa Paz Errázuriz y a la periodista Claudia Donoso, a quienes considera familia, y juntos hicieron un video que retrata su regreso a Cartagena. Carlos también cree que el olvido está cayendo sobre Couve: «Aunque es lindo que se olviden de él, porque así queda para mí nomás», dice.

No conozco a Nicanor Parra. Nunca viajé a Las Cruces a verlo, jamás me colé en algunas de esas visitas apatotadas que cada tanto le hacen sus amigos. Nadie me lo ha presentado. Si esta mañana voy a verlo, es por trabajo.  En seis días más, su nieto Cristóbal –el Tololo- recogerá por él el Premio Cervantes, en Madrid.  Desde que se supo que el premio era suyo, en diciembre de 2011, Parra no ha dicho ninguna palabra sobre el tema.  De entrevistas ni hablar. Mi misión es que me diga las primeras palabras. Mi misión es entrevistarlo.  Sé que es una misión suicida, pero es el trance inevitable de cualquier periodista  cultural de estos días. No seré el primero ni el último al que Parra le cierre la puerta en la cara.

Llevo indicaciones parciales: ninguna dirección, un paquete de higos secos de regalo –me dicen que le gustan- y la expresa recomendación de que jamás confiese que soy periodista.  Tengo un plan muy precario, apenas sé como empieza. Pretendo que Parra se interese en una foto en que aparece él y Rodrigo Lira en primer plano. Data de 1981 y aunque manejo bien la historia de la imagen, quiero su versión. Mi interés es genuino, es totalmente cierto que quiero y hasta necesito saber qué recuerda Parra de Lira, pero ya está dicho: voy a entrevistarlo por el Cervantes.  No sé, ni me imagino cómo, pero espero que después de hablar de Lira pasemos a hablar de premio.

Una vez en Las Cruces, llego rápidamente hasta su casa. Afuera está su clásico Volkswagen escarabajo, al que alguien –¿un mecánico?- le revisa el motor. Aun no son las 11:30; me han dicho que es buena hora para golpear su puerta.  “Está descansando, vuelva más tarde, como a las tres”, me dice su empleada, que evidentemente no tiene ningún interés en ayudarme. Por el contrario: en su guardiana. Dejo el auto estacionado y mientras los perros me persiguen por las solitarias calles del balneario, lo intuyo: voy a fracasar. Volveré a Santiago sin palabras de Parra. Cometo el error de visitar el Centro Cultural Nicanor Parra, tan precario que la certeza de mi fracaso se vuelve ansiedad y algo parecido a la tristeza.

Paso frente a la casa de Parra tres o cuatro veces. No lo veo. Me subo al auto y doy otras vueltas por cualquier parte y de pronto diviso el escarabajo moviéndose. Arriba no va Parra, sino ese hombre que puede ser el mecánico. Cuando nos cruzamos, él detiene el auto, baja la ventana y me dice que el caballero ya despertó.  “Vamos”, agrega, y lo sigo ya no tan triste. Voy nervioso. No soy un fan tan duro de Parra, algo me molesta la canonización en vida de la que ha sido víctima y considero una exageración ridícula y esnob que haya sido elevado a la categoría de maestro espiritual –sí, allá lo han llevado-, pero  en este momento hay pocas cosas que desee más que ser, por un rato, otro de sus fieles. Quiero que Parra me hable de frente y me convenza de que no sólo es el más grande poeta de la lengua, sino también que a sus 97 años es un oráculo taoísta perdido en el fin del mundo que resiste con indiferencia al avance salvaje de los tiempos.  Estoy dispuesto a creerlo.

Legamos a la casa, el mecánico no encuentra a la empleada y me dice que entre. La puerta está abierta. Entro, lo llamo –“¿Don Nicanor?”-, me dice que pase.  No sabe quién soy, no quiere saberlo. Mi plan no funciona, Lira no le interesa. Está ocupado, dice. Le repito mi nombre. Sospecha que es el de un periodista. No lo confieso. Me despide. Gracias. Hasta luego. Insisto en algo, no sé en qué. El sospecha. Vuelve a decir que mi nombre es el de un periodista y lo acepto. Ok, soy yo. Me enrostra un viejo artículo que escribí de él –en septiembre de 2010, una encuesta que lo ubicó como el poeta chileno más influyente- y me da las gracias. Su tono cambia. Luego seguimos hablando. Del Quijote y Cervantes, sobre todo.  El habla, yo escucho, trato de fijar cada palabra en mi cabeza. En algún momento, en sus idas y vueltas, en una mención a las viejas de Chillán, mientras buscamos un diccionario de Shakespeare en el segundo piso o cuando habla de Juan Luis Martínez o de Enrique Lihn, cuando dice un par de frases en mapudungun, en algún momento de las dos horas que estoy con él me hipnotiza. O algo así. Ya está. Soy un fiel. Le creo todo. Dudo, por supuesto, pero sobre todo le creo. Creo que Nicanor Parra habla desde la torcedura central e invisible del lenguaje y que desde ahí llega hasta otro lugar, una zona literaria, pero que a la vez es mucho más que literatura.

“Esta es una conversación de amigos”, me dice Parra cuando me estoy despidiendo, aunque es evidente que sabe qué estoy haciendo ahí: me dicta dos textos, poemas, que su nieto leerá en la ceremonia de entrega del Cervantes. Uno de ellos, el mejor, Tololo preferirá obviarlo. Este:

Libro más aburrido que El Quijote no hay
Para tonteras basta con la Biblia
Hay que leer de atrás para adelante
De lo contrario no sucede mucho
Sentenciaba con los brazos abiertos en cruz
El inconmensurable Eduardo Molina Ventura
Más conocido como el Chico Molina
Pues no era muy alto de estatura
Metro 50 a todo reventar
«Cual más cual menos todos son libros de caballerías
Al fuego con ellos incluidos la Biblia y El Quijote»
Nada de qué admirarse, digo yo
La decadencia empezó con Homero.

Parra me pregunta cuándo voy a volver al menos dos veces y yo le digo que cualquier día, pronto, cuando él quiera. (Volveré un par de meses después, pero me irá mal: me saludará en el antejardín, cerrará la boca y entrará a su casa con la excusa de buscar un lápiz para no salir más). Salgo de la casa de Parra nervioso. Me convertí, momentáneamente, en uno de sus fieles. Entendí, momentáneamente, el culto a Parra. También lo otro: cumplí la misión. Me llevo sus palabras y algo parecido, pero sólo parecido, a una entrevista: no hice casi ninguna pregunta formal, no encendí la grabadora, no tomé notas. Pero recuerdo todo. Avanzo por la carretera repitiendo en voz alta sus frases, buscando un lugar donde sentarme, fumarme un cigarro y anotar todo. No lo encuentro. No lo encuentro. Terminó en Cartagena, al borde de playa. Mientras escribo dos o tres borrachos me piden una moneda, un cigarro, algo. Se los doy todo.

(eso sucedió el 17 de abril de 2011. Abajo lo que publicamos en  La Tercera, cuatro días después)

«Nunca entendimos El Quijote»

«Adelante, adelante», se escucha desde del interior. La puerta está abierta, como siempre. Adentro, en un salón de ventanales con vista al mar un hombre que bordea los 100 años, envuelto en varios chalecos, camisas y camisetas, está sentado de espaldas a la enceguecedora luz del sol de mediodía en Las Cruces. Podría ser un oráculo. Antes de mirar quién ha entrado a su casa, Nicanor Parra termina de escribir un cheque que manipula muy cerca de sus ojos. Está solo. Se levanta, mira desconfiado. Lo acechan los turistas culturales. No acepta periodistas. Lanza un par de golpes al estilo de un boxeador. Dice estar ocupado, y mira la puerta de salida: «Ya, ya, compadre, tengo que trabajar en mi discurso».

Habla del discurso del Premio Miguel de Cervantes, un texto al que Parra le ha dado vueltas durante los últimos tres o cuatro meses. Y ahí, dispersas en el living de su casa, están las pruebas: libros sobre Cervantes, estudios sobre las novelas de caballerías, Biblias, un diccionario etimológico y dos ediciones de El Quijote de la Mancha, una de ellas facsimilar, se amontonan en la mesa de centro y en otros esquineros. «Así se trabaja en Las Cruces», dice, mientras pasa las hojas de un cuaderno lleno de anotaciones hechas con un lápiz Bic azul. Adentro hay mil ideas, mil chispazos, mil caminos. Una cosa Parra la sabe bien: «Los latinoamericanos nunca entendimos El Quijote».

En ese momento, el nieto de Nicanor está abordando un avión hacia España: Cristóbal Ugarte, el «Tololo», fue la persona que el poeta escogió para que recogiera por él el Cervantes. Parra, que apenas se mueve de su casa en la playa, decidió no cruzar el Atlántico. «Es peligroso, los aviones se caen», dice, evitando lo obvio: sus 97 años. En su caso, lo obvio no lo es tanto: además de una leve sordera y problemas a la vista que soluciona con una lupa, el hombre que hace 58 años creó la antipoesía lleva con una prestancia sorprendente su siglo en este mundo. No es sólo su agilidad para subir escaleras, también son los tonos terrosos perfectamente combinados de su ropa y la camisa de franela que lleva con el estilo de un veinteañero grunge.

Lo otro es su cabeza. En las casi dos horas que el martes pasado estuvo con La Tercera, Parra guió una conversación que se movió entre los sofistas y Shakespeare, el imperialismo español y el británico, la Biblia y Enrique Lihn, el terremoto de 1939 de Chillán, la prensa, el principio de incertidumbre, etc., etc.
Estallidos de una mente inquieta, atenta al aquí y el ahora: «Dicen que inventé la farándula. Prefiero lo que me dijo Cecilia Vicuña: que inventé los twitter», cuenta. «Los twitter son los Artefactos del siglo XXI. Qué más que ?La izquierda y la derecha jamás serán vencidas?», lanza.
¿Cree en ese artefacto, don Nicanor?
Yo no creo en nada.

Primera página
«Ese sí que es tema», dice Parra cuando en la conversación se cruza la idea de que los españoles no han entendido la revolución de su antipoesía. «Venimos de lados diferentes. Los españoles no nos entienden a los latinoamericanos y nosotros no entendemos El Quijote. Y yo sé por qué: la Inquisición prohibió la circulación de las novelas de caballerías y desde ahí fue de donde Cervantes sacó casi todo. Nos perdimos eso», dice, aún adentro de la investigación que lleva sobre el clásico.
Lector de Shakespeare y Whitman, amigo de los poetas Beat norteamericanos, Parra estaba en la Universidad de Oxford cuando escribió el grueso de Poemas y antipoemas (1954), su fatal estocada a la lírica.

No fue hace mucho, dice, que volvió a El Quijote. «No podía ser que no lo manejara. Pero me quedé en una página y no he podido salir de ahí. No se puede salir de aquí», dice, y muestra la portada de la edición facsimilar de la novela de Cervantes. Acerca más el libro y apunta al escudo principal: «Post tenebras spero lucem», una frase en latín vulgar que puede traducirse como «Después de la tinieblas espero la luz».

Versículo del libro de Job de la Biblia, alguna vez Parra llegó a suponer que era la clave para leer el Quijote. Fue más lejos, cruzó variables, significados etimológicos y supuso que donde en ese castellano antiguo decía Xote de la Mancha, había una mención al pájaro jote, que a su vez reflejaba a la figura del halcón ilustrado en el escudo. Leyó sobre la cetrería, que es el arte de cazar aves rapaces. Supuso que entre el significado azteca de jote -cojo- había una ligazón con el manco de Lepanto, que era Cervantes. Dio vueltas laberínticas para chocar con lo indesmentible: «Esta página no tiene nada que ver con el contenido del libro. Es de la imprenta. Y no se puede salir de ahí», dice.

Si Parra está tomando el pelo, que lo haga: el camino de la explicación implica recorrer su casa, ver su ya icónica chaqueta de mezclilla nevada colgada de una silla de su pieza, curiosear entre los ejemplares de su Enciclopedia Británica y sus viejos libros de Shakespeare, echar un vistazo a sus copias Biblia en español e inglés, escucharlo hablar en mapudungun, enterarse que el poeta Juan Luis Martínez le robó una copia de la Antología de la poesía chilena nueva, de Teitelboim y Anguita («La recuperé») y que una tarde, en la misma mesa de centro que hoy está en Las Cruces, Lihn dio un golpe y le preguntó, ya cansado de estar atrás de Parra en la poesía chilena: «¿Cuándo me vas a dejar pasar, hueón?».

El discurso
«Podríamos comer humitas», le dice Colombina a su papá, que no lo escucha: está jugando con Julieta, su nieta de casi dos años. Tortuguita, la llama Parra. Colombina viene del aeropuerto de Santiago, donde dejó al «Tololo», su hijo mayor, arriba del avión a España. Ella se fue al día siguiente. Partió a una ceremonia con la realeza en medio del escándalo de la caza de elefantes del rey Juan Carlos en Africa. «Uff. Elefantes», dice Parra. «Está en peligro el Rey. Eso dicen en Twitter, que el Rey cae».

Al «Tololo» le preocupaba otra cosa: el texto que le pasó su abuelo para que leyera al recoger el Cervantes. «¿Cómo voy a leer esto?», le dijo a su mamá antes de subir al avión. No es un discurso clásico, está más cerca de los discursos de sobremesa ideados por Parra y en realidad se trata de un solo antipoema. Un mix de viejas ideas que resume sus obsesiones y afila su incorrección. De memoria, Nicanor dice las primera frases: «Libro más aburrido que el Quijote no hay / Para tonteras tengo con la Biblia».

Imposible recibir una respuesta directa de Parra . Preguntarle cómo le sienta el Premio Cervantes, es exponerse a quebrar una «conversación de amigos». Lanza otros golpes de boxeador y se va a su cuaderno con un chispazo que cruza premio, entrevista y ganador. Anota:
«¿Se considera acreedor al Premio Cervantes?
Sí, claro
¿Por qué?
X un libro que estoy x escribir»

Trabajé un poco más de tres años en la Biblioteca de Providencia. Además de ir por los libros que los escolares necesitaban para hacer las tareas y aburrirme hasta la hipnosis en la salita de fotocopias, aproveché de leer. Terminaban los 90 y cualquier libro con el sello de Anagrama para mí era imprescindible. Así llegué a Tabucchi. O no, debo haber llegado antes: leí La Cabeza Perdida de Damasceno Monteiro para la universidad. En la biblioteca lo retomé y creo que por un par de  meses me hice adicto a la elegancia y sencillez de sus maravillosas novelas breves y cuentos. Requiem, Pequeños Equívocos sin Importancia, El juego del Revés, La línea del Horizonte, Dama de Porto Pim, El Angel Negro y sobre todo Nocturno Hindú me metieron en una atmósfera paralela, transparentemente misteriosa y de una trascendencia política que no perdía ni una pizca de su seriedad cuando jugueteaba con el humor. En algún momento le perdí el rastro. Cuando volví a él –quizás en Se está haciendo cada vez más tarde-, preferí volver a Nocturno Hindú. Nunca leí Sostiene Pereira, solo vi la película con Mastroianni en una función en el Normandie y creo que me bastó. Su último libro de cuentos, El Tiempo Envejece Deprisa (2010), no está entre lo mejor de su obra, pero aún ahí está su calidez de siempre, honda y ligera. A propósito de ese libro entrevisté a Tabucchi. Lo llamé por teléfono muy temprano, como a las siete de la mañana y él, muy amable y cercano, habló conmigo en español un par de minutos hasta que me dijo que se expresaba mejor en italiano y siguió respondiendo mis preguntas en italiano. Italiano que yo no sé hablar. Y entiendo poco.

Salió una entrevista que publicamos el 17 de abril de 2010 en La Tercera. Pese a lo crespuscular de casi todas sus respuestas, yo no supe entender que le quedaba poco. Yo –qué avispado- insistí en que a sus 67 tenía para rato. Reproduzco aquí la entrevista, ahora que Antonio Tabucchi acaba de morir.

«Quise mostrar el desorden que se produjo al caer el Muro de Berlín»
Tiene 67 años, pero al teléfono Tabucchi suena como si estuviera al final de su vida. El paso del tiempo lo obsesiona. Hoy se siente cercano al viejo Pereira, su célebre personaje. Su nuevo libro relata un choque de épocas: los cuentos de El tiempo envejece deprisa retratan el desconcierto de los países de la Europa comunista al caer la Unión Soviética.

A mediados de los 90, Antonio Tabucchi alcanzó la fama internacional gracias a un viejo con el que jamás habría compartido el asiento de un tren. «Pereira era un anciano gordo con problemas al corazón, muy católico e infeliz. Era alguien muy lejano a mí», dice el escritor italiano. Pero el reloj corre y Tabucchi se pilla cada vez con más insistencia pensando en el protagonista de su novela Sostiene Pereira. «Si hoy me encontrara a Pereira no dudaría en subirme al tren con él, conversaríamos mucho. El tiempo nos ha hecho amigos», dice.
Desde París, Tabucchi va y viene entre el italiano y el español al teléfono. Recuerda que la ex Presidenta Michelle Bachelet lo invitó a Chile, pero no pudo venir. Difícil que alguna vez venga por acá: «Los problemas en mi espalda ya sólo me permiten viajar con la imaginación», dice. Suena como si estuviera en los descuentos. Al final de una vida. Insiste: «Aún tengo la casa de mi infancia en la Toscana, pero allá no tengo a nadie, murieron todos. Por eso voy muy poco: allá sólo encuentro fantasmas».
Pero el autor de Nocturno hindú está lejos de la muerte: sólo tiene 67 años. Sucede que el tiempo lo obsesiona. «Los fisiólogos dicen que el 80% de nuestro cuerpo está hecho de agua, pero se olvidan de decir que el resto está hecho de tiempo. Somos agua y tiempo», dice. No por casualidad, ese es justamente el tema de su último libro: El tiempo envejece deprisa.
El peso del pasado
Figura ineludible en la narrativa italiana contemporánea, Tabucchi sigue afilando su perfil de intelectual público comprometido: el presidente del Senado italiano, Renato Schifani, lo demandó por 1,3 millón de euros por un artículo en que el escritor defendía un libro que lo conectaba con la mafia. Tabucchi, opositor a Silvio Berlusconi, le baja el perfil al tema: «Schifani tiene problemas con mucha gente: con toda Italia», dice.
De vuelta a la literatura: los nueve cuentos de El tiempo envejece deprisa son historias de personajes que deben lidiar con episodios del pasado. O deciden hacerlo: después de una década preso, un general húngaro que resistió la invasión soviética visita al general ruso que lo metió en la cárcel.
La mayoría de los cuentos tratan de personajes que vivieron en la Europa comunista. ¿Qué le atrae del tema?
Era una parte de Occidente que estaba en la nevera. De un martes para miércoles, esos países salieron del congelador y se encontraron en nuestro calendario. Vivían en otro tiempo. Como este libro está dedicado al tiempo, me interesó mostrar cómo es que un tiempo entra en otro tiempo. Mostrar el desorden temporal que se produjo después que cayó el Muro de Berlín.
¿Es un libro nostálgico?
Pensamos que la nostalgia es el sentimiento de añorar las cosas buenas que se perdieron. En mi libro aparece la nostalgia de las peores cosas. En el cuento Los muertos a la mesa, un personaje de la policía política de la Alemania comunista que ha pasado su vida espiando a Bertol Brecht manifiesta una curiosa nostalgia: echa de menos el Muro de Berlín.
¿Qué le atrae de ese tipo de añoranzas?
Estos personajes son reales. Al final del libro agradezco a quienes me contaron varias de sus historias. Pero también hay ficción. Narrar una historia es modificarla.
¿Conoció al espía de Brecht?
No. Después de la caída del Muro de Berlín pude ver las fichas de algunas personas que guardaba la policía política. Un día leí la vida de un espía que había sido espiado sin saberlo. De ahí salió ese cuento. A Brecht lo agregué yo. Pero son historias reales.
¿Cómo recuerda el tiempo en que escribió su primer libro, Piazza de Italia (1975)?
Era una Italia muy bella. Había una elegancia natural. Incluso, cuando una persona analfabeta abría la boca salía un italiano bello y elegante. Eso se ha perdido. El idioma en Italia se ha corrompido. Es vulgar. El italiano actual ya no me pertenece. Creo que las palabras se han enfermado. La literatura tiene el deber de defender las palabras de esa enfermedad.
¿Y un deber político?
Puede tenerlo, no es obligatorio. En literatura nada es obligatorio.